En
estos tiempos, en los que todos somos conscientes de la necesidad de un
esfuerzo conjunto para superar la situación económica que padecemos, quizá
podrían ser de utilidad algunas reflexiones desde el campo de la doctrina
social de la Iglesia. Es necesario advertir, sin embargo, que no toca a la
teología proponer soluciones técnicas a los problemas económicos, sino en todo
caso ofrecer principios, juicios u orientaciones que ayuden a pensar y dar con
soluciones concretas que puedan llevarse a la práctica.
Como se trata de salir de la crisis, convendría en primer
lugar recapacitar sobre cómo hemos entrado en ella, porque de ahí podemos
aprender mucho de cara al futuro. Por eso, en un primer momento nos vamos a fijar
en tres claves de tipo cultural —muy relacionadas con la dimensión moral del
obrar humano— que han influido en las conductas que desataron la crisis. Y
desde ahí, se hacen algunas sugerencias de carácter moral que pueden ayudar a
encarar las dificultades.
Tres claves culturales para una crisis
- Debilitamiento
cultural
Es
decir, podemos identificar un ámbito político, otro económico y otro que
podríamos denominar “cultural”, entendiendo por cultura todo
aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades
espirituales y corporales.
En este
contexto, algunas instituciones como la familia, la escuela (las instituciones
educativas) o la Iglesia (las instituciones religiosas en general) tienen un
papel muy importante para modelar la cultura de una sociedad. El debilitamiento
cultural de una sociedad se termina percibiendo en el debilitamiento del
reconocimiento de la institución familiar, de la contribución de las
instituciones religiosas para favorecer el crecimiento espiritual, o de la
atención y cuidado que recibe la institución educativa. Entonces, si la
dimensión cultural de una sociedad se empobrece, ese espacio viene ocupado poco
a poco por la esfera económica o la política.
Puede
decirse que en la reciente crisis económica el debilitamiento cultural (de la
familia, de la religión y de la escuela, entre otros) ha sido el caldo de
cultivo para que la dimensión económica ganara espacio y extendiera su lógica a
ámbitos donde ésta no debiera prevalecer. De esa forma, por ejemplo, el tiempo
de familia se emplea crecientemente en el consumo (facilitando el consumismo),
que naturalmente tampoco deja espacio para la práctica religiosa. Es más, la
misma religión a veces parece sucumbir a la lógica del mercado (a menor precio
mayor demanda), y así se rebajan las verdades morales para acomodarse a los
nuevos tiempos (de relajación y confusión), pensando, quizás, que con ello se
revitaliza la religión misma.
En una
sociedad de cultura débil es fácil que la economía se tome como lo más importante,
y que la lógica del mercado, que en su ámbito no es en sí misma perniciosa, se
extienda indebidamente a otros campos y tiña las mentalidades de un espíritu
economicista. Con lo que tiene de simplificación, se genera una sociedad
volcada en la producción y consumo de riqueza. Esto, sin duda, ha sucedido en
la crisis reciente, en la que la producción de riqueza (de rentabilidad) se
llegó a tomar como regla última a la hora de diseñar productos y operaciones
financieras. Por el contrario, una sociedad culturalmente fuerte sitúa los
ámbitos económico y político en su lugar, dentro de sus límites propios y
cumpliendo adecuadamente su función al servicio del bien común.
- Cultura de la fuga
Este
modo de reaccionar, que obedece a una deficiencia educativa, principalmente del
carácter y de la afectividad, y en general, de las virtudes, se instala poco a
poco en la cultura y llega a reflejarse en las leyes. Pueden señalarse algún
ejemplo de nuestro entorno que ponen de manifiesto esta mentalidad:
- La investigación con embriones humanos es la salida de emergencia
para el comienzo moralmente discutible de una vida humana, con la que no
se sabe qué hacer.
- El aborto es la salida de emergencia para el comienzo de la vida
humana que no se está dispuesto a afrontar ni a apoyar.
- La eutanasia es la salida de emergencia para su final.
- Poder pasar de curso con un número llamativo de asignaturas
suspensas es la salida de emergencia del fracaso escolar y una invitación
al abandono del esfuerzo.
- Visión reductiva de la realidad
De
tanto en tanto en el ámbito de la política hay hechos que sugieren que lo que
verdaderamente importa no es el bien común, sino el calendario electoral, los
sondeos o los efectos de las medidas en la opinión pública. Cuando el enfoque
político es demasiado cortoplacista, a la hora de tomar decisiones cobran un
peso muy notable —tal vez determinante— los intereses políticos, económicos,
ideológicos, o sencillamente personales.
En el
campo económico esta mentalidad cortoplacista ha sido patente. Por una parte,
en muchos casos la preocupación excesiva por incrementos comparados de
beneficios, que hacían preguntarse si se pueden mantener indefinidamente tales
incrementos de rentabilidad. Y por otra, la carrera de endeudamiento a todos
los niveles. La visión reductiva de la realidad económica puede resumirse en un
número significativo de agentes económicos (también consumidores de a pie)
dominados por el corto plazo y arrastrados también por la falta de moderación.
Sin
embargo, como decíamos, no es esta una deficiencia exclusiva de algunos operadores
económicos, sino un problema más amplio. Quisiera añadir, por último, la estrategia
global ante el problema demográfico de los países desarrollados (envejecimiento
alarmante de la población). Los resultados de las medidas para favorecer la
sostenibilidad de esas sociedades se ven forzosamente a medio y largo plazo,
mucho más allá del calendario electoral más inmediato. En algunos casos —desde
luego alarmantemente en el caso español— la indiferencia ante el problema
resulta incluso escandalosa. También por eso la última encíclica del Papa,
reflejando la contribución de las ciencias sociales, recuerda a esas naciones
que la falta de jóvenes «pone en crisis incluso a los sistemas de
asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente,
los recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la disponibilidad
de trabajadores cualificados y disminuye la reserva de “cerebros” a los que recurrir
para las necesidades de la nación. Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas
a veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar
formas eficaces de solidaridad» (Caritas in veritate, nº 44).
Rearmarse de moral
Sugiero
a continuación dos líneas que pueden ayudar a remontar la crisis.
1) Recuperar el sentido del
bien común
Hay que
hacer una llamada a la recuperación del bien común (en sus distintos niveles)
como horizonte de la actividad económica y política. El tipo de desarrollo que
demandan las sociedades modernas no es un desarrollo a cualquier precio,
focalizado en resultados inmediatos, sino un desarrollo sostenible. Con esta
expresión se apunta indirectamente a un planteamiento de medio y largo plazo.
En la
reciente crisis económica hemos aprendido que el medio plazo es importante, es
decir, que hay que hacer un mayor esfuerzo de previsión. Esta idea guarda
estrecha relación con la prudencia del gobernante que, simplificando, busca los
medios para guiar a la comunidad hacia la consecución de su fin propio, que no
es otra cosa que el bien común.
Al
hablar de las causas de la crisis ha sido frecuente referirse de una u otra
manera a la imprudencia. En este caso sí se capta la conexión entre la
consideración exclusiva del corto plazo, la desaparición del horizonte del bien
común y la imprudencia. A cada agente económico toca contribuir al bien común
de la sociedad a través de su concreta actividad con los fines que le son
propios. La actividad empresarial cumple un servicio innegable a la comunidad,
pero ha de hacerse de tal manera que lo que en un momento determinado se
considere el bien de la empresa, del banco, etc., no entre en contradicción con
el bien común de la sociedad, sea por el fin mismo propuesto, sea por los medios
que se eligen para conseguirlo. En los últimos años hemos visto profesionales
que tomaban decisiones “en el interés de la empresa” y
totalmente en contra del bien común de la sociedad. En algunos casos —es bien
sabido— esas decisiones tomadas aparentemente en vistas al bien de la empresa
llevaron a que la empresa desapareciera.
Trabajar
de espaldas al bien común, antes o después, se nota. Lo que se construye sobre
la injusticia o la mentira, antes o después, se viene abajo.
2) Mejorar la calidad moral
personal
La
eterna pregunta sobre si la ética es rentable en los negocios admite dos
respuestas: sí y no. Hay casos de iniciativas guiadas por sólidos principios
éticos que han fracasado y otras que tienen éxito. Lo que sí está claro es que
una moral sólida genera confianza, y la confianza, como podemos comprobar, es
muy importante para los negocios. No se trata de que una parte de la economía,
de las finanzas, sea ética, sino que lo sea toda la economía. En consecuencia,
los aspectos éticos de los procesos y operaciones económicas deberían ser
considerados como factor interno a la propia economía, por ser ésta una actividad
humana más. Esto es lo que se quiere significar cuando se habla de ampliar la
lógica económica. Por supuesto, la idea no es novedosa, pero también es cierto
que hemos comprobado que desentenderse de la ética, ignorar los aspectos éticos
de las propias decisiones, llega a ser económicamente muy costoso.
En este
contexto, podría revisarse el planteamiento ético que se transmite en las escuelas
de negocios. Aunque pudiera parecer ingenuo, la formación ética personal, en
especial la de quienes deben guiar las empresas e instituciones, es una de las
vías que la doctrina social de la Iglesia apunta como salida (y prevención) de
la crisis. Los códigos de conducta corporativa están extendidos desde hace
tiempo, pero no se avanza si no se incide en los aspectos más personales. La
moral social siempre termina remitiendo a lo personal, pues las mejoras en el
orden social requieren a fin de cuentas capacidad de conversión.
De
tanto en tanto el entorno social en que se mueve la economía pone de manifiesto
la necesidad de repensar la formación moral que se dispensa en los distintos
ámbitos. En España, por ejemplo, los dolorosos casos de violencia
protagonizados por menores han despertado la reflexión sobre las raíces de esos
comportamientos. Es compartido que existe un déficit serio de educación moral,
que por lo demás remite a la dimensión espiritual de la persona.
Ya en
el orden económico, la doctrina social de la Iglesia insiste en que la
prosperidad económica, el deseado desarrollo, requiere que se preste atención a
la dimensión espiritual de las personas. Por una parte «el desarrollo
es imposible sin hombres rectos» (Caritas in veritate, nº 71),
y por otra, y yendo sin tapujos al fondo de la cuestión, «el ser humano
se desarrolla cuando crece espiritualmente (…). Lejos de Dios, el hombre está
inquieto y se hace frágil. La alienación social y psicológica, y las numerosas
neurosis que caracterizan las sociedades opulentas, remiten también a este tipo
de causas espirituales. Una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada,
pero que oprime el alma, no está en sí misma bien orientada hacia un auténtico
desarrollo. Las nuevas formas de esclavitud, como la droga, y la desesperación
en la que caen tantas personas, tienen una explicación no sólo sociológica o
psicológica, sino esencialmente espiritual. El vacío en que el alma se siente
abandonada, contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la
psique, hace sufrir. No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el
bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y
cuerpo» (nº 76).
Esta
última cuestión deja abierta la exploración del papel de la religión, que aúna
fe y razón en mutua ayuda, como elemento de contribución positiva a la
actividad económica. Al decir contribución, no se debe pensar reductivamente en
aportación económica, sino también en esa aportación cualitativa, intangible,
que da lugar a disposiciones y actitudes de las personas francamente positivas
para el bien común de la empresa y de la sociedad. Si nos tomamos en serio que
la persona es un valor cada vez más reconocido en la empresa, debemos descubrir
que la dimensión espiritual de la persona da paso a un potencial de calidad
profesional, de compromiso, de entrega, de fraternidad y de servicio de gran
relevancia para remontar una crisis.
No
obstante, esto debe entenderse bien. El cristianismo no neutraliza en absoluto
el requisito imprescindible del esfuerzo, sino en todo caso lo sostiene y
potencia. No cabe duda que la cultura de la fuga mina las fuerzas para encarar
los retos profesionales a que nos enfrentamos. El momento requiere una actitud
dispuesta a enfrentar las contrariedades con afán de superación; dispuesta a
mejorar la competencia profesional, a ejercitarse en la constancia; un esfuerzo
para encontrar verdaderas soluciones a las dificultades, aunque lleven más
tiempo, como por ejemplo cuando se apuesta por la investigación de calidad,
etc. En definitiva, hace falta moral en tiempos de crisis. Ante esta tarea, el
cristianismo tiene la capacidad de generar las energías espirituales necesarias
para ser tenaces en este empeño con una actitud positiva y esperanzada que, no
obstante, no se desentiende de la realidad.
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