Las fuentes de la
moralidad
Los actos humanos, es decir, libremente realizados tras un
juicio de conciencia, son calificables éticamente o moralmente: son buenos o
malos. El hombre obra por un fin. Y nuestros actos serán buenos o malos si se
ordenan o no al fin último.
Para que los actos que
realiza el ser humano se ordenen a su fin deben ser:
a)
ordenables al fin (bondad objetiva);
b)
que la voluntad lo ordene a ese fin (bondad subjetiva).
En consecuencia, la moralidad de los actos humanos depende
del objeto elegido; del fin que se busca o intención; y de las circunstancias
de la acción. El objeto, la intención y las circunstancias forman las «fuentes»
o elementos constitutivos de la moralidad de los actos humanos.
a) El «objeto»
Por objeto se entiende,
no la acción considerada en sí misma sino la acción considerada en relación a
la norma ética. La materialidad de la acción (objeto físico) es, por ejemplo,
disparar la escopeta, decir falsedades de otra persona, no tomar en
consideración el mal comportamiento de otro, etc. Y en cambio, el objeto ético
es, en estos ejemplos, homicidio, calumnia, perdón, etc. La moralidad de los
actos se obtiene fundamentalmente del objeto.
En último término, la rectitud objetiva de los actos depende
de la recta razón informada por la ley. Por eso, toda voluntad que se aparta de
la razón es mala, pero además se requiere que la razón haya aprehendido
rectamente el orden honesto. Es decir, la voluntad es buena sólo si el objeto
es bueno y aprehendido como tal. En consecuencia, sólo si el acto humano es
bueno por su objeto, es ordenable al último fin.
Hay actos que son intrínsecamente malos porque son malos
siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las
ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias.
Aunque abstractamente se
podría hablar de objetos o actos indiferentes, la intención o las
circunstancias harán que sean buenos o malos.
b) La «intención» o el
«fin»
La intención es la finalidad por la que un individuo realiza
un acto bueno o malo. A la intención se le conoce como “fin del que actúa” y el
objeto ético es el “fin al que una obra tiende” por su naturaleza misma,
considerado en su relación a la norma ética o moral.
Esta distinción es importante pues hace que, por ejemplo, el
hablar (acto indiferente) se convierta por la intención del sujeto en calumnia
o alabanza. En consecuencia, una acción buena puede convertirse en mejor (o de
indiferente, en buena) si el fin del sujeto que actúa es bueno, y por el
contrario un acto que sea malo no puede pasar a ser bueno aunque se proponga el
que actúa un fin bueno (p. ej.: no se
puede robar para ayudar a unos pobres). También un acto que es bueno en sí
mismo puede convertirse en malo por un fin malo (p. ej.: dar limosna para que
vean mi generosidad). Y eso se debe a que aunque el acto bueno es «ordenable»
al fin último, debe alcanzar su perfección última y decisiva cuando la voluntad
lo ordena efectivamente al fin último.
Para que la intención sea recta se requiere que la voluntad
se ordene al último fin. Esta ordenación no tiene que ser expresa, pero hace
falta que no sea retractada y que se vaya actualizando.
El fin o intención no se limita a la dirección de cada una
de nuestras acciones tomadas aisladamente, sino que también puede ordenar
varias acciones hacia un mismo objetivo; puede orientar toda la vida hacia el
fin último. Y también una acción puede estar inspirada por varias intenciones.
La
intención con que se realiza el acto, aunque sea externo, es siempre interna:
sólo el sujeto que la realiza sabe la verdadera intención. Por lo tanto, aunque
tengamos que juzgar a los demás hemos de salvar siempre la intención. Eso nos
llevará a tener una intransigencia con el error, pero una gran transigencia y
comprensión con las personas.
c) Las «circunstancias»
Son las situaciones que se dan junto al actuar humano. Más
concretamente, son los elementos secundarios de un acto ético. Contribuyen a
agravar o a disminuir la bondad o la malicia de los actos humanos (por ejemplo,
la cantidad de dinero robado). Pueden también atenuar o aumentar la
responsabilidad del que obra (como actuar por miedo a la muerte). El hombre
actúa en medio de un cúmulo de circunstancias. Las más comunes son:
o «quién»: es decir, la persona que actúa;
o «dónde»: el lugar donde se realiza;
o «con qué medios»: los medios con los que se lleva a cabo la
acción. Tienen que ser buenos. Es falso el dicho: «el fin justifica los
medios»;
o «cuándo»: se refiere al momento en el que se realiza la
acción.
Las circunstancias afectan la valoración ética de tres
maneras:
o las que agravan o disminuyen la malicia de un acto (p. ej.:
es peor pegar al propio padre que a un desconocido);
o otras circunstancias añaden una nueva malicia (p. ej.: matar
al Sumo Pontífice);
o ninguna circunstancia puede transformar en buena una acción
mala. Las
circunstancias particulares pueden atenuar la malicia (de un acto), pero no
pueden suprimirla.
En conclusión, para que un acto sea bueno se requiere que
las tres fuentes de moralidad (objeto, fin y circunstancias) sean también buenas.
El
bien nace de la rectitud total; el mal nace de un solo defecto.
Valoración ética del
impulso de las pasiones
La pasión es la
tendencia que nos arrastra hacia algún objeto conocido por facultades sensibles.
Puede ser de dos tipos:
a) Antecedente:
cuando precede y es concausa del acto voluntario. La pasión puede ser tan
fuerte que perturbe el uso de la razón y disminuya o anule, en casos extremos,
la voluntariedad y libertad del acto (p. ej.: el crimen pasional realizado por
celos disminuye la responsabilidad que tiene los cometidos a sangre fría).
Dentro de la pasión ocupa un lugar destacado el miedo, que también puede disminuir o
anular la responsabilidad si se trata de un mal probable e inminente. El miedo,
cuando paraliza totalmente la voluntad se convierte en pánico (p. ej.: el fuego que quema un edificio puede llegar a
quitar la responsabilidad de aquel que se tira por la ventana).
b) Consiguiente:
es posterior al acto de la voluntad o consecuencia de la decisión que uno ha
tomado. La voluntad excita intencionadamente las pasiones para obtener con más
facilidad su objetivo no anulando la voluntariedad (p. ej.: la prima económica
que recibirán los jugadores después del partido de fútbol no anula ni disminuye
la responsabilidad de las faltas de deportividad que éstos puedan cometer).
Con respecto al miedo, podemos decir que éste no es la causa
de la acción, y, por ello, no disminuye la responsabilidad (p. ej.: la persona
que realiza un atraco también suele tener miedo, pero éste es consecuencia de
la decisión que ha tomado. Por eso, no realiza la acción «por miedo», sino «con
miedo»).
El bien y el mal son
objetivos y universales
Aunque hacemos gran hincapié en la intención y en las
circunstancias debe quedar claro que el bien y el mal son realidades objetivas.
De esta manera, no se cae en un relativismo ético, que obtiene la valoración ética
solo del fin del que actúa o de las circunstancias de la acción.
Esta tesis de que el
bien depende de la moralidad del objeto se corrobora a lo largo de la historia
en la que se condenan las mismas acciones (p. ej.: el asesinato siempre ha sido
una acción mala independientemente del tiempo en el que se realizaba). Sólo
cabe un cierto relativismo en aspectos secundarios de las acciones.
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