lunes, 4 de mayo de 2015

XII. Principios morales más utilizados


El principio del mal menor
  
Introducción

Caso:
 
En una empresa uno de los que trabajan en temas económicos se encuentra con otro que está abriendo una caja fuerte y le pregunta:

  • ¿Qué haces?
  • Como en esta empresa todo el mundo que puede barre para casa (¿me entiendes?), estoy dispuesto a llevarme tres millones de euros.
  • ¡No hagas esto, por favor!
  • Pues lo voy a hacer.
  • Mira, en este caso te propongo que sólo te lleves quinientos mil euros y ya está.
  • Bueno, me has convencido. Solo me llevo lo que dices.

¿Buen consejo?

Este caso y similares se estudian con el “principio del mal menor”.

¿Qué es lo que se plantea? Lo que se plantea en este caso es que la solución que se da es elegir el mal menor entre dos males y así se impide un mal mayor.

¿Esto es correcto?

Debemos decir que está mal (aconsejarlo o realizarlo) elegir el mal menor cuando se dan dos males, pues la bondad del acto depende, en primer lugar, del “objeto” elegido.
 

Si éste es malo, la acción será siempre mala.

Hay que dejar claro que no cabe la elección del mal menor cuando la disyuntiva se da entre dos males. En consecuencia no se puede realizar o inducir a una mala acción para evitar otra peor.

La regla fundamental de la ética es:

hacer el bien y evitar el mal

Así pues, cuando se trata de realizar un mal lo que habría de probarse es la licitud, en algún caso, de hacerlo sin culpa –que nunca sin daño–. 
 

El mal menor en la política

Para algunos ciudadanos su participación en política casi se reduce a realizar un mínimo ético: elegir el mal menor, hasta tal punto que renuncian a creer que pueda haber una política buena y, en vez de buscarla, buscan sólo dónde encontrar el mal menor.

Toda doctrina del mal menor parte de la hipótesis

cuando no se puede obrar sino un mal…

En ese caso problemático, algunos sostienen que sería lícito obrar el menor de los males, si la conciencia cumple dos condiciones:
  • no haberse colocado a sí mismo en la situación en que es forzoso elegir entre males,
  • y esforzarse seriamente en adelante en escapar del dilema.
La primera advertencia que debe efectuarse es que el obrar al que nos referimos queda exento de culpa para el que actúa, pero no de daño para el paciente y la sociedad.

Con gran egoísmo, algunos se conforman con salvar su responsabilidad, sin interesarse por los daños que el mal menor causa.

Por el contrario, cuando la doctrina del mal menor se examina desde la perspectiva del bien común, la percepción del daño causado, aunque sea el menor, está siempre muy presente. Puesto que el mal menor supone un verdadero daño, hay ya motivo suficiente para salir con toda urgencia y esfuerzo de la situación en que no se puede escoger sino entre males mayores y menores.

En cualquier caso, la licitud de obrar el mal menor requiere la rectitud de conciencia: sin ella sólo hay maldad con subterfugio. Por eso las tres condiciones claves son:

  • voluntad resuelta de salir de la situación en que no cabe sino elegir el mal menor;
  • no haberse colocado deliberadamente en una tesitura tal que ahora sólo podamos optar por el mal menor que deseábamos;
  • y, una condición previa de esa rectitud de conciencia, es obrar guiados por la razón y no por pasiones de simpatías u odios. 

Todavía hay algo más que considerar acerca de la opción por el mal menor, y es su aspecto didáctico. Si no hacemos un esfuerzo enérgico por salir de la situación en que es preciso optar entre males, rápidamente entrarán en juego dos dinámicas naturales: el hábito y la autojustificación. Cada vez que se vuelve a optar por el mal menor es más fácil que lo repitamos posteriormente y que, además, ponderemos menos los daños del mal –ajeno– y resaltemos sus ventajas –propias–. Y si eso que es válido para el que actúa, no lo es menos para el que observa al que actúa: quien ve a otros optar repetidamente por el mal menor aprende a hacerlo a su vez.

En resumen, las notas principales de la doctrina del mal menor serán las siguientes que conviene retener para su aplicación a la política:

  • optar por el menor de los males puede ser lícito a título excepcional, no sin daño, cuando no hay opciones buenas,
  • la elección debe ser desapasionada,
  • que no haya sido deliberado encontrarse en el dilema,
  • que exista propósito firme de salir de él poniendo los medios necesarios. 

La aplicación del mal menor a la política no suele ajustarse precisamente a las condiciones serenamente examinadas del mal menor en general.

Una de las cosas fáciles de comprobar es que el mal menor, aplicado repetidamente, crece: lo que en acciones anteriores fue escandaloso en las siguientes puede presentarse como mal menor respecto de algo peor.

En política se llama voluntad de reconquista lo que en el ámbito ético se ve como la obligación de poner los medios para salir del dilema maligno. El recurso sistemático al mal menor es diametralmente opuesto a alimentar la necesaria voluntad de reconquista del buen orden social.

Un caso excepcional

Entre católicos no será raro que se traiga a colación sobre el mal menor un párrafo de Juan Pablo II, que reproducimos a continuación en su integridad:

Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos” (JUAN PABLO II. Encíclica Evangelium vitae. 1995, § 73).

Pero hay que leer bien el texto: en primer lugar, el Papa habla de un caso de conciencia. Un caso de conciencia es una cuestión particular, que se delimita cuidadosa y restrictivamente, y cuya solución nunca será ley general, extensible a otros casos. Y el caso de conciencia se plantea acerca de aceptar algo que en principio contrariaría el principio general de no apoyar ninguna ley abortista.

Obsérvese que la respuesta del Papa libera la conciencia que “puede lícitamente” (frase clave), pero no la impone; un político siempre puede seguir una conducta más exigente, pero nunca menos: un diputado podría no querer hacer uso de esta licencia.

Veamos ahora las condiciones del caso de conciencia que el Papa admite (ése y no otros).
Se refiere a 
  • un parlamentario;
  • cuyo voto fuera determinante para la aprobación de una ley;
  • que la ley fuera restrictiva respecto de la existente;
  • que no sea posible evitar o abrogar completamente la ley abortista;
  • que ofrezca su apoyo;
  • que la absoluta oposición a todo aborto sea clara y notoria a todos.
El caso se refiere a un parlamentario y a una ley concreta. Además, el voto del legislador en cuestión ha de ser determinante para la aprobación de la ley restrictiva. De otro modo, su voto favorable innecesario podría interpretarse como una claudicación de principios, y resultar escandaloso. Obsérvese que además, al figurar la palabra “apoyo”, incluso se sugiere que la iniciativa de tal ley restrictiva, pero no respetuosa de la vida, sea ajena, de modo que el parlamentario la apoye pero no la proponga prestándose a análogos equívocos.

Por el contrario, el Papa recalca que la absoluta oposición al aborto del parlamentario en cuestión no debe ser cosa de conciencia, sino notoria a todos sin confusión posible, de modo que parece que reiterarla con ocasión de tal voto sería una práctica recomendable. Vemos que obrar el mal menor no implica alabarlo.

Y, por último, la condición clave de toda opción de mal menor es que:

no sea posible evitar o abrogar completamente la ley abortista

No sólo “ser imposible” es algo mucho más explícito que difícil, incómodo o improbable, sino que resulta patente que se fija un objetivo político indeclinable, que es la abrogación completa de la ley abortista. Lo cual, por cierto, es muy distinto de desconfiar del valor de la prohibición y remitirlo todo a la paulatina acción de la sociedad civil.

En definitiva,
  • Tenemos que aspirar al bien mayor. 
  • Hay que difundir la verdad acerca del recurso al mal menor. 
  • Pero antes, y más, hay que difundir la aspiración al bien social según criterios de la recta razón, sin conformarnos con mínimos ni con poco.
  • La obsesión por el mal menor se debe mucho a la pusilanimidad, y su cura se encuentra en la práctica de la fortaleza. 
 

El principio de tolerancia

Caso:

Están varios amigos juntos hablando de fútbol y uno dice a otro:

  • Te tolero que seas de la Real.
Y otro dice:
  • Pues yo no lo tolero.

¿Quién tiene razón? ¿Por qué?

Unido al principio del mal menor, y como consecuencia de éste, podemos enunciar el principio de tolerancia. Este tiene una gran actualidad por el ambiente pluralista de nuestra sociedad. En cierto sentido, lo podemos entender como:

“el no impedir un mal, pudiéndolo hacer,
pero sin aprobarlo expresamente”.

En consecuencia, ante la verdad y la opinión la postura es de respeto (no es objeto de tolerancia el ser partidario de un equipo de fútbol o de un partido político [Solución al Caso]), mientras que frente al mal y al error cabe la tolerancia.

Podemos distinguir dos tipos de tolerancia: una es la dogmática que permite todo, ya que para ella todo es igual.

“Esta postura implica la creencia de que la práctica de la tolerancia es incompatible con la aceptación de unos valores absolutos que en cuanto tales hayan de ser tomados como rectores de la convivencia. Según esta manera de pensar, para no ser fanáticos es menester ser relativistas”. A. Millán Puelles.

No se puede sostener esta postura pues la tolerancia no puede fundamentarse válidamente si relega al ámbito de las opiniones privadas las verdades constitutivas de lo que es el hombre, ni menos aún admitiendo que afirmaciones contradictorias sobre las cuestiones existenciales últimas sean igualmente válidas.

Para algunos la visión relativista de la tolerancia (dogmática) es presentada como pluralismo ético o neutralidad del Estado.

Quizá sirva este esquema, de pura lógica, para entender mejor la falacia de la tolerancia dogmática:

  Si      es contradictorio con ( ≠ )   B, entonces si  A es verdadero, B es falso.

Es decir, si dos cosas son contradictorias no pueden ser a la vez verdaderas (pues iría en contra del principio de no contradicción). Luego todas las posturas no están en el mismo plano.
 
El otro tipo de tolerancia es la práctica que permite el error sin aprobarlo. Es decir, centra su atención en los valores éticos fundamentales para la convivencia: la paz, la libertad y la justicia para garantizar jurídicamente las exigencias de la dignidad humana. Esta segunda se puede admitir con algunos matices. Se ha definido como:

“permisión negativa del mal”.

En definitiva, podríamos definir la tolerancia como:

en algunas circunstancias, es moralmente lícito no impedir un mal –pudiendo impedirlo- en atención a un bien superior o para evitar desórdenes más graves”.
 

La tolerancia práctica

Para que un mal sea objeto de tolerancia, ha de tratarse de una acción o comportamiento externo y público, que sea contrario a las normas de comportamiento de un ámbito en el que la autoridad, que puede impedir o tolerar, tiene derecho a intervenir (respecto de la conciencia, nunca puede actuar).

El fundamento de la tolerancia debe tener en cuenta que, mientras los preceptos éticos negativos son absolutos, de forma que no se pueden realizar, los preceptos éticos positivos no obligan siempre. Puede ser lícito, e incluso obligatorio, no impedir un comportamiento que se podría o debería impedir.

Por tanto, la tolerancia se fundamenta en el principio de que el deber de reprimir las trasgresiones éticas no puede ser una norma última de acción. Debe estar subordinado a más altas y generales normas, que en algunas circunstancias permiten y, es más, quizá presentan como lo mejor, el no impedir el error para promover un bien mayor.
 

¿Y cómo aplicamos la tolerancia al terreno ético-político?

El bien común político es la base de la tolerancia. Como decía Santo Tomás:

es propio del sabio legislador permitir las trasgresiones menores para evitar las mayores” y que “los que gobiernan en el régimen humano toleran algunos males para que no sean impedidos otros bienes o para evitar males mayores”.

La tolerancia se refiere a comportamientos que en general caen bajo las competencias que la promoción del bien común atribuye a las autoridades, pero que en determinadas circunstancias concretas el bien común político aconseja o impone, aquí y ahora, tolerar.

Dicho lo anterior tenemos también que afirmar que la tolerancia tiene unos límites. Por ejemplo, la ley civil debe asegurar a todos los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales, que pertenecen originariamente a la persona y que toda ley positiva debe reconocer y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho de cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más grave, sin embargo, nunca puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos —aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad—, la ofensa infligida a otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad.

En consecuencia, la tolerancia y la libertad deben compaginarse. Cuando una actuación, como el aborto y la eutanasia, coarta los derechos de un tercero (y en el aborto, los de un inocente e indefenso) no se puede recurrir al principio de tolerancia, porque aquí hay que apelar al derecho a la vida que es un derecho fundamental de la persona humana.

¿Se debe impedir siempre el mal?

No siempre el poder público tiene que impedir un mal (una ley) porque hay otros bienes superiores. Pero en la aplicación práctica tiene bastantes dificultades. Se llega a decir, por ejemplo, que el católico ni aborte ni se divorcie, pero si otros lo quieren hacer que les dejen en paz. Y ahí surge el problema.

La libertad del hombre es una libertad finita, limitada, contingente. La verdadera libertad depende de la verdad. El derecho a actuar libremente según la propia conciencia no es un derecho absoluto, por no ser un absoluto la libertad (porque sino estaría bien el que tiene la convicción de que deben eliminarse a los que sean de una determinada raza: por ejemplo, Hitler con los judíos).

El positivismo jurídico está dañando el principio de respetar la libertad de los demás. Hay que darse cuenta que el fundamento de la ley es la ley natural (o si se quiere, los Derechos Humanos en su redacción actual). Pero si se postula que el fundamento de la ley es el Estado (lo que dice una mayoría) se cae en el positivismo jurídico (es ético, lo que es legal).

Sin embargo es diferente promulgar una ley que vaya en contra de la Ley natural (de la persona humana) que alterar las leyes existentes para que se suavicen. No es lo mismo autorizar un mal que no impedirlo por un bien más superior. Sólo la cuestión de hecho (y no es pequeño el problema) aconsejará no reprimir una ley, tolerarla, teniendo siempre en cuenta el bien común de la sociedad.

Propugnar leyes justas no es violencia y la ley injusta es una corrupción de la ley y, por lo tanto, arbitrio y violencia. La función de la ley no es registrar lo que se hace, sino ayudar a hacerlo mejor. Por eso, la meta última, sobre todo del político, no es tolerar el mal, sino vencer el mal con el bien.

 
El principio del acto voluntario indirecto

El acto voluntario indirecto se da cuando al realizar una acción, además del efecto que se persigue de modo directo con ella, se sigue otro efecto adicional, que no se pretende sino sólo se tolera por venir unido al primero.

Es un acto, por tanto, del que se sigue un efecto bueno y otro malo, y por eso se le llama también voluntario de doble efecto.

Caso:

El militar que bombardea una ciudad enemiga, a sabiendas de que morirán muchos inocentes: quiere directamente destruir al enemigo -voluntario directo-, y tolera la muerte de inocentes -voluntario indirecto-.

Al hombre se le hace responsable del bien y del mal de sus actos libres. Normalmente, esto es fácil detectarlo, pero, a veces, hay situaciones difíciles de determinar: es lo dicho anteriormente y se les llama, indistintamente, acciones de doble efecto o voluntario indirecto.

La acción de doble efecto es aquella que al realizar un acto se derivan necesariamente varios efectos, de los cuales uno es bueno y otro malo. Para que sea lícita una acción de doble efecto (bueno y malo) se requiere que se den todos los siguientes requisitos:

o que la acción sea en sí misma buena o al menos indiferente (p. ej.: poner un bar, tomar una medicina, etc.);

o que el fin que se proponga el agente sea el bueno y no el malo (p. ej.: al robar un banco el cajero entrega el dinero por miedo a lo que pueda pasar, pero no para que se fastidien los accionistas);

o que el efecto primero e inmediato sea el bueno (p. ej.: al dar una medicina el primer efecto es curar, aunque pueda tener otros efectos nocivos para otra parte del cuerpo);

o que haya una causa proporcionada entre el efecto bueno y el malo (p. ej.: el bar que se ha puesto para ganar dinero no está proporcionado a que haya prostitutas, pero sí a que alguna vez se emborrache alguien).

Es una situación fácil de encontrar y que tiene mucha aplicación en el desempeño de la vida profesional (política), aunque en algunas ocasiones no es fácil de dilucidar, por lo que es prudente pedir consejo.
 

Cooperación al mal 

Caso:

Una persona deposita su dinero en un Banco. Pero su dinero – depositado en el Banco – se utiliza para financiar negocios fraudulentos.

¿Qué actitud debe tomar entonces?

Es patente que, a veces, al hombre le es muy difícil, si no imposible, evitar que otros tomen ocasión de su conducta honesta para obrar el mal.

En consecuencia, se entiende por cooperación al mal,

«la participación en un acto moralmente malo realizado por otra persona».

Hay dos tipos de cooperación:
  • formal (cuando se colabora a la acción mala y con mala intención)
  • y material (cuando se colabora a la mala acción pero sin mala intención).
No se puede cooperar al mal pero sucede a veces que otros aprovechan o necesitan de una acción nuestra, en sí mismo honesta, para obrar el mal. Es el ejemplo del Caso anterior.

Podemos afirmar que la cooperación formal siempre es ilícita y también la material, pero ésa será lícita cuando se rechaza totalmente la mala acción ajena, de tal manera que esta sea un efecto secundario de una acción honesta en sí misma. Es decir, cuando se puede aplicar el voluntario indirecto.

La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a hombres honrados ante difíciles problemas de conciencia en materia de colaboración, debido a la obligatoria afirmación del propio derecho a no ser forzados a participar en acciones éticamente malas. A veces las opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera.

Para iluminar esta difícil cuestión es necesario tener en cuenta los principios generales de cooperación en acciones éticamente malas. Desde el punto de vista ético, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal.

Además de las cuatro condiciones del voluntario indirecto, se deben dar otras dos condiciones:
  • la necesidad de cooperar;
  • que la cooperación material sea mediata y no inmediata.
 

El principio de totalidad

 
El principio de totalidad lo podríamos definir como la supre­sión de una parte en bien del todo. Por ejemplo, es la pérdida vo­luntariamente querida de un miembro del cuerpo humano. Si el bien de todo el cuerpo humano lo requiere se puede eliminar una parte.

Debemos hacer hincapié en la diferencia entre el todo físico del moral. En el físico, las partes están subordinadas al todo. En el todo moral (la sociedad), la parte (individuo) no está absoluta­mente a disposición del todo. Por lo tanto, este principio no se puede aplicar al organismo social.

Se podría poner como ejemplo una ley de esterilización por parte del Estado. Esta no sería lícita. ¿Por qué? Pues porque la parte, en este caso la persona humana, tiene razón de ser en sí misma. El todo no puede exigir el exter­minio del más débil.

En el organismo moral (la sociedad) no tiene vigencia ese principio pues el todo moral no tiene una unidad subsistente como se da en los or­ganismos físicos. El hombre tiene razón de ser, independiente­mente de la sociedad.

Para que sea lícito este principio de totalidad en el plano de lo físico (el único en el que puede ser factible) deben darse las si­guientes condiciones:

o   que el órgano corporal (parte) dañe a todo el organismo;

o   que este daño no pueda ser eliminado a no ser con la mutilación;

o   que el efecto negativo (mutilación) sea compensado por el positivo (eliminación del peligro para todo el cuerpo).

No obstante, hay que añadir que no sólo es lícito quitar lo malo sino también lo bueno si éste es la causa de un mal (p. ej.: para que un cáncer no crezca no sólo se extirpa la tumoración sino también una parte sana). La parte se subordina al todo en lo físico de un modo absoluto. Por eso, por ejemplo, la esterilización terapéutica o indi­recta es lícita. La parte (órganos sexuales) se subordina a la salud de todo el cuerpo.

 

Sistemas éticos:
Corriente realista.
Errores que se derivan del relativismo ético:
la concepción proporcionalista y consecuencialista del juicio moral

 
Corriente realista

En primer lugar, quiero hacer una referencia a la corriente realista que ha sido defendida en la ética durante muchos siglos. Esta sostiene que el “objeto” es la consideración más decisiva de la bondad de los actos. Y las “circunstancias” no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de suyo es mala. Este principio de valoración objetiva sigue siendo sostenido en la actualidad y se fundamenta en que:
 
«el acto humano depende de su objeto, o sea, si éste es o no es ordenable al último fin del hombre. El acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona».

 
Errores que se derivan del relativismo ético

a) Consecuencialismo ético: Para esta corriente el criterio seguro de bondad es el fin. No toman en consideración el objeto (si es bueno o malo). En cambio, hacen hincapié en el fin del que actúa o en los bienes que se siguen de la acción.

Uno de los mantenedores de esta postura es Max Weber, que distingue entre ética de la responsabilidad, que es la que sostiene el hombre público (el político), de tal manera que sus acciones serían éticamente buenas si la suma total de bienes que se derivan de la acción sobrepasa a los males, aunque no respondiese a sus convicciones personales; y la ética de la convicción (la que realiza el hombre que se guía por su conciencia).

Esta doctrina encierra al menos estos tres errores: 
  • se sobrevaloran los efectos;
  • da como bueno la integridad de los medios, es decir, sigue el principio que dice: «el fin justifica los medios», cosa errónea;
  • cae en el utilitarismo. No se tiene en cuenta para quién se busca una consecuencia buena: para uno puede ser buena y para otro, mala. Es una cosa relativa.

b) Proporcionalismo moral. El bien o el mal éticos se deducen sólo de la proporción de bienes o males que se sigan. Si en la suma o proporción entre bienes y males, los bienes  superan a los males, el acto sería éticamente bueno. Pero en algún caso se podría tomar como bien algo que estuviese a favor del individuo o del partido político, y pudiese ir en contra de otras personas o grupos.

 Estas dos tesis están de moda y son seguidas por algunos grupos. Sin embargo, hay que caer en la cuenta que ni el fin ni las circunstancias ni los buenos resultados hacen que la acción sea buena (p. ej.: siempre habrá una circunstancia que justifique un asesinato (así piensa, por ejemplo, ETA) o un fin que justifique una mentira).

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