El principio del mal menor
Introducción
Caso:
En una empresa uno de los que trabajan en temas económicos
se encuentra con otro que está abriendo una caja fuerte y le pregunta:
- ¿Qué haces?
- Como en esta empresa todo el mundo que puede barre para casa (¿me entiendes?), estoy dispuesto a llevarme tres millones de euros.
- ¡No hagas esto, por favor!
- Pues lo voy a hacer.
- Mira, en este caso te propongo que sólo te lleves quinientos mil euros y ya está.
- Bueno, me has convencido. Solo me llevo lo que dices.
¿Buen consejo?
Este caso y similares se
estudian con el “principio del mal menor”.
¿Qué es lo que se plantea? Lo que se plantea en este caso es
que la solución que se da es elegir el mal menor entre dos males y así se
impide un mal mayor.
¿Esto es correcto?
Debemos decir que está mal (aconsejarlo o realizarlo) elegir
el mal menor cuando se dan dos males, pues la bondad del acto depende, en
primer lugar, del “objeto” elegido.
Si éste es malo, la
acción será siempre mala.
Hay que dejar claro que no cabe la elección del mal menor
cuando la disyuntiva se da entre dos males. En consecuencia no se puede
realizar o inducir a una mala acción para evitar otra peor.
La regla fundamental de la ética es:
“hacer el bien y evitar el mal”
Así pues, cuando se trata de realizar un
mal lo que habría de probarse es la licitud, en algún caso, de
hacerlo sin culpa –que nunca sin daño–.
El mal menor en la política
Para algunos ciudadanos su participación en
política casi se reduce a realizar un mínimo ético: elegir el mal menor,
hasta tal punto que renuncian a creer que pueda haber una política buena
y, en vez de buscarla, buscan sólo dónde encontrar el mal menor.
Toda doctrina del mal menor parte de la
hipótesis
“cuando no se
puede obrar sino un mal…”
En ese caso problemático, algunos sostienen que
sería lícito obrar el menor de los males, si la conciencia cumple dos
condiciones:
- no haberse colocado a sí mismo en la situación en que es forzoso elegir entre males,
- y esforzarse seriamente en adelante en escapar del dilema.
Con gran egoísmo, algunos se conforman con salvar su responsabilidad, sin
interesarse por los daños que el mal menor causa.
Por el contrario, cuando la doctrina del
mal menor se examina desde la perspectiva del bien común, la percepción
del daño causado, aunque sea el menor, está siempre muy presente. Puesto
que el
mal menor supone un verdadero daño, hay ya motivo suficiente para
salir con toda urgencia y esfuerzo de la situación en que no se puede
escoger sino entre males mayores y menores.
En cualquier caso, la licitud de obrar el mal
menor requiere la rectitud de conciencia: sin ella sólo hay maldad con
subterfugio. Por eso las tres condiciones claves son:
- voluntad resuelta de salir de la situación en
que no cabe sino elegir el mal menor;
- no haberse colocado deliberadamente en una tesitura tal que ahora sólo podamos optar por el mal menor que deseábamos;
- y,
una condición previa de esa rectitud de conciencia, es obrar guiados por la
razón y no por pasiones de simpatías u odios.
Todavía hay algo más que considerar acerca de la
opción por el mal menor, y es su aspecto didáctico. Si no hacemos un
esfuerzo enérgico por salir de la situación en que es preciso optar entre
males, rápidamente entrarán en juego dos dinámicas naturales: el hábito y
la autojustificación. Cada vez que se vuelve a optar por el mal menor es más
fácil que lo repitamos posteriormente y que, además, ponderemos menos los
daños del mal –ajeno– y resaltemos sus ventajas –propias–. Y si eso que es
válido para el que actúa, no lo es menos para el que observa al que actúa:
quien ve a otros optar repetidamente por el mal menor aprende a hacerlo a
su vez.
En resumen, las notas principales de la doctrina del mal
menor serán las siguientes que conviene retener para su aplicación a la
política:
- optar por el menor de los males puede ser lícito a título excepcional, no sin daño, cuando no hay opciones buenas,
- la elección debe ser desapasionada,
- que no haya sido deliberado encontrarse en el dilema,
- que exista propósito firme
de salir de él poniendo los medios necesarios.
La aplicación del mal menor a la
política no suele ajustarse precisamente a las condiciones serenamente
examinadas del mal menor en general.
Una de las cosas fáciles de
comprobar es que el mal menor, aplicado repetidamente, crece: lo que en
acciones anteriores fue escandaloso en las siguientes puede presentarse
como mal menor respecto de algo peor.
En política se llama voluntad
de reconquista lo que en el ámbito ético se ve como la obligación de
poner los medios para salir del dilema maligno. El recurso sistemático al mal
menor es diametralmente opuesto a alimentar la necesaria voluntad de
reconquista del buen orden social.
Un caso excepcional
Entre
católicos no será raro que se traiga a colación sobre el mal menor un párrafo
de Juan Pablo II, que reproducimos a continuación en su integridad:
“Un problema concreto de
conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario
resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir,
dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a
otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. En el caso expuesto, cuando no sea posible
evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya
absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede
lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños
de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la
cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se
presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza
un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos” (JUAN PABLO II. Encíclica Evangelium vitae. 1995, § 73).
Pero hay
que leer bien el texto: en primer lugar, el Papa habla de un caso de conciencia. Un
caso de conciencia es una cuestión
particular, que se delimita cuidadosa y restrictivamente, y cuya solución nunca será ley general,
extensible a otros casos. Y el caso de conciencia se plantea acerca de
aceptar algo que en principio contrariaría el principio general de no
apoyar ninguna ley abortista.
Obsérvese
que la respuesta del Papa libera la conciencia que “puede lícitamente” (frase clave), pero no la impone; un
político siempre puede seguir una conducta más exigente, pero nunca menos:
un diputado podría no querer hacer uso de esta licencia.
Veamos
ahora las condiciones del caso de conciencia que el Papa admite (ése y no
otros).
Se refiere a
Se refiere a
- un parlamentario;
- cuyo voto fuera
determinante para la aprobación de una ley;
- que la ley fuera
restrictiva respecto de la existente;
- que no sea posible
evitar o abrogar completamente la ley abortista;
- que ofrezca su
apoyo;
- que la absoluta oposición a todo aborto sea clara y notoria a todos.
Por el
contrario, el Papa recalca que la absoluta oposición al aborto del parlamentario en
cuestión no debe ser cosa de conciencia, sino notoria a todos
sin confusión posible, de modo que parece que reiterarla con ocasión de
tal voto sería una práctica recomendable. Vemos que obrar el mal menor no
implica alabarlo.
Y, por
último, la condición clave de toda opción de mal menor es que:
“no sea posible evitar o
abrogar completamente la ley abortista”
No sólo
“ser imposible” es algo mucho más explícito que difícil, incómodo o improbable,
sino que resulta patente que se fija un objetivo político indeclinable,
que es la abrogación completa de la ley abortista. Lo cual, por cierto, es
muy distinto de desconfiar del valor de la prohibición y remitirlo todo a
la paulatina acción de la sociedad civil.
En definitiva,
- Tenemos que aspirar al bien mayor.
- Hay que difundir la verdad acerca del recurso al mal menor.
- Pero antes, y más, hay que difundir la aspiración al bien social según criterios de la recta razón, sin conformarnos con mínimos ni con poco.
- La obsesión por el mal menor se debe mucho a la pusilanimidad, y su cura se encuentra en la práctica de la fortaleza.
El principio de
tolerancia
Caso:
Están varios amigos juntos hablando de fútbol y uno dice a
otro:
- Te tolero que seas de la Real.
- Pues yo no lo tolero.
¿Quién tiene razón? ¿Por qué?
Unido al principio del mal menor, y como consecuencia de
éste, podemos enunciar el principio de tolerancia. Este tiene una gran
actualidad por el ambiente pluralista de nuestra sociedad. En cierto sentido,
lo podemos entender como:
En consecuencia, ante
la verdad y la opinión la postura es de respeto (no es objeto de tolerancia
el ser partidario de un equipo de fútbol o de un partido político [Solución al
Caso]), mientras que frente al mal y al error cabe la tolerancia.
Podemos distinguir dos tipos de tolerancia: una es la dogmática que permite todo, ya que para
ella todo es igual.
“Esta postura implica la
creencia de que la práctica de la tolerancia es incompatible con la aceptación
de unos valores absolutos que en cuanto tales hayan de ser tomados como rectores
de la convivencia. Según esta manera de pensar, para no ser fanáticos es
menester ser relativistas”. A. Millán Puelles.
No se puede sostener esta postura pues la tolerancia no
puede fundamentarse válidamente si relega al ámbito de las opiniones privadas
las verdades constitutivas de lo que es el hombre, ni menos aún admitiendo que
afirmaciones contradictorias sobre las cuestiones existenciales últimas sean
igualmente válidas.
Para algunos la visión relativista de la tolerancia
(dogmática) es presentada como pluralismo ético o neutralidad del Estado.
Quizá sirva este esquema, de pura lógica, para entender
mejor la falacia de la tolerancia dogmática:
Si A es contradictorio con ( ≠
) B, entonces si A es verdadero, B es falso.
Es decir, si dos cosas son contradictorias no pueden ser a
la vez verdaderas (pues iría en contra del principio de no contradicción).
Luego todas las posturas no están en el mismo plano.
El otro tipo de tolerancia es la práctica que permite el error sin aprobarlo. Es decir, centra su
atención en los valores éticos fundamentales para la convivencia: la paz, la
libertad y la justicia para garantizar jurídicamente las exigencias de la
dignidad humana. Esta segunda se puede admitir con algunos matices. Se ha
definido como:
“permisión negativa del
mal”.
En definitiva, podríamos
definir la tolerancia como:
“en algunas
circunstancias, es moralmente lícito no impedir un mal –pudiendo impedirlo- en
atención a un bien superior o para evitar desórdenes más graves”.
La tolerancia práctica
Para que un mal sea objeto de tolerancia, ha de tratarse de
una acción o comportamiento externo y público, que sea contrario a las normas
de comportamiento de un ámbito en el que la autoridad, que puede impedir o
tolerar, tiene derecho a intervenir (respecto de la conciencia, nunca puede
actuar).
El fundamento de la tolerancia debe tener en cuenta que,
mientras los preceptos éticos negativos son absolutos, de forma que no se
pueden realizar, los preceptos éticos positivos no obligan siempre. Puede ser
lícito, e incluso obligatorio, no impedir un comportamiento que se podría o
debería impedir.
Por tanto, la tolerancia
se fundamenta en el principio de que el deber de reprimir las trasgresiones
éticas no puede ser una norma última de acción. Debe estar subordinado a más
altas y generales normas, que en algunas circunstancias permiten y, es más,
quizá presentan como lo mejor, el no impedir el error para promover un bien
mayor.
¿Y cómo aplicamos la
tolerancia al terreno ético-político?
El bien común político es la base de la tolerancia. Como
decía Santo Tomás:
“es propio del sabio
legislador permitir las trasgresiones menores para evitar las mayores” y
que “los que gobiernan en el régimen
humano toleran algunos males para que no sean impedidos otros bienes o para evitar
males mayores”.
La tolerancia se refiere a comportamientos que en general
caen bajo las competencias que la promoción del bien común atribuye a las
autoridades, pero que en determinadas circunstancias concretas el bien común
político aconseja o impone, aquí y ahora, tolerar.
Dicho lo anterior tenemos también que afirmar que la
tolerancia tiene unos límites. Por ejemplo, la ley civil debe asegurar a todos
los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales, que
pertenecen originariamente a la persona y que toda ley positiva debe reconocer
y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho de cada ser
humano inocente a la vida. Si la autoridad pública puede, a veces, renunciar a
reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más
grave, sin embargo, nunca puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos
—aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad—, la ofensa
infligida a otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan
fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la
eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los
demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de
protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el
pretexto de la libertad.
En consecuencia, la tolerancia
y la libertad deben compaginarse. Cuando una actuación, como el aborto y la
eutanasia, coarta los derechos de un tercero (y en el aborto, los de un
inocente e indefenso) no se puede recurrir al principio de tolerancia, porque
aquí hay que apelar al derecho a la vida que es un derecho fundamental de la
persona humana.
¿Se debe impedir siempre el mal?
No siempre el poder público tiene que impedir un mal (una
ley) porque hay otros bienes superiores. Pero en la aplicación práctica tiene
bastantes dificultades. Se llega a decir, por ejemplo, que el católico ni
aborte ni se divorcie, pero si otros lo quieren hacer que les dejen en paz. Y
ahí surge el problema.
La libertad del hombre es una libertad finita, limitada,
contingente. La verdadera libertad depende de la verdad. El derecho a actuar
libremente según la propia conciencia no es un derecho absoluto, por no ser un
absoluto la libertad (porque sino estaría bien el que tiene la convicción de
que deben eliminarse a los que sean de una determinada raza: por ejemplo, Hitler
con los judíos).
El positivismo jurídico está dañando el principio de
respetar la libertad de los demás. Hay que darse cuenta que el fundamento de la
ley es la ley natural (o si se quiere, los Derechos Humanos en su redacción
actual). Pero si se postula que el fundamento de la ley es el Estado (lo que
dice una mayoría) se cae en el positivismo jurídico (es ético, lo que es
legal).
Sin embargo es diferente promulgar una ley que vaya en
contra de la Ley natural (de la persona humana) que alterar las leyes
existentes para que se suavicen. No es lo mismo autorizar un mal que no
impedirlo por un bien más superior. Sólo la cuestión de hecho (y no es pequeño
el problema) aconsejará no reprimir una ley, tolerarla, teniendo siempre en
cuenta el bien común de la sociedad.
Propugnar leyes justas
no es violencia y la ley injusta es una corrupción de la ley y, por lo tanto,
arbitrio y violencia. La función de la ley no es registrar lo que se hace, sino
ayudar a hacerlo mejor. Por eso, la meta última, sobre todo del político, no es
tolerar el mal, sino vencer el mal con el bien.
El principio del acto
voluntario indirecto
El acto voluntario indirecto se da cuando al realizar una acción,
además del efecto que se persigue de modo directo con ella, se sigue otro efecto
adicional, que no se pretende sino sólo se tolera por venir unido al primero.
Es un acto, por tanto, del que se sigue un efecto bueno y otro
malo, y por eso se le llama también voluntario de doble efecto.
Caso:
El militar que bombardea una ciudad
enemiga, a sabiendas de que morirán muchos inocentes: quiere directamente
destruir al enemigo -voluntario directo-, y tolera la muerte de inocentes
-voluntario indirecto-.
Al hombre se le hace responsable del bien y del mal de sus
actos libres. Normalmente, esto es fácil detectarlo, pero, a veces, hay
situaciones difíciles de determinar: es lo dicho anteriormente y se les llama,
indistintamente, acciones de doble efecto
o voluntario indirecto.
La acción de doble
efecto es aquella que al realizar un acto se derivan necesariamente varios
efectos, de los cuales uno es bueno y otro malo. Para que sea lícita una acción
de doble efecto (bueno y malo) se requiere que se den todos los siguientes
requisitos:
o que la acción sea en sí misma buena o al menos indiferente
(p. ej.: poner un bar, tomar una medicina, etc.);
o que el fin que se proponga el agente sea el bueno y no el
malo (p. ej.: al robar un banco el cajero entrega el dinero por miedo a lo que
pueda pasar, pero no para que se fastidien los accionistas);
o que el efecto primero e inmediato sea el bueno (p. ej.: al
dar una medicina el primer efecto es curar, aunque pueda tener otros efectos
nocivos para otra parte del cuerpo);
o que haya una causa proporcionada entre el efecto bueno y el
malo (p. ej.: el bar que se ha puesto para ganar dinero no está proporcionado a
que haya prostitutas, pero sí a que alguna vez se emborrache alguien).
Es una situación fácil
de encontrar y que tiene mucha aplicación en el desempeño de la vida
profesional (política), aunque en algunas ocasiones no es fácil de dilucidar,
por lo que es prudente pedir consejo.
Cooperación al mal
Caso:
Una persona deposita su dinero en un Banco. Pero su dinero –
depositado en el Banco – se utiliza para financiar negocios fraudulentos.
¿Qué actitud debe tomar entonces?
Es patente que, a veces, al hombre le es muy difícil, si no
imposible, evitar que otros tomen ocasión de su conducta honesta para obrar el
mal.
En consecuencia, se entiende por cooperación al mal,
«la participación en
un acto moralmente malo realizado por otra persona».
Hay dos tipos de cooperación:
- formal (cuando se colabora a la acción mala y con mala intención)
- y material (cuando se colabora a la mala acción pero sin mala intención).
No se puede cooperar al
mal pero sucede a veces que otros aprovechan o necesitan de una acción nuestra,
en sí mismo honesta, para obrar el mal. Es el ejemplo del Caso anterior.
Podemos afirmar que la cooperación formal siempre es ilícita y también la material, pero ésa será lícita cuando se rechaza totalmente la mala
acción ajena, de tal manera que esta sea un efecto secundario de una acción
honesta en sí misma. Es decir, cuando se puede aplicar el voluntario indirecto.
La
introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a hombres honrados
ante difíciles problemas de conciencia en materia de colaboración, debido a la
obligatoria afirmación del propio derecho a no ser forzados a participar en
acciones éticamente malas. A veces las opciones que se imponen son dolorosas y
pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales consolidadas o la
renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera.
Para
iluminar esta difícil cuestión es necesario tener en cuenta los principios
generales de cooperación en acciones éticamente malas. Desde el punto de vista
ético, nunca es lícito cooperar
formalmente en el mal.
Además de las cuatro condiciones del voluntario indirecto, se deben dar otras dos condiciones:
- la necesidad de cooperar;
- que la cooperación material sea mediata y no inmediata.
El principio de
totalidad
El
principio de totalidad lo podríamos definir como la supresión de una parte en
bien del todo. Por ejemplo, es la pérdida voluntariamente querida de un
miembro del cuerpo humano. Si el bien de todo el cuerpo humano lo requiere se
puede eliminar una parte.
Debemos
hacer hincapié en la diferencia entre el todo físico del moral. En el físico,
las partes están subordinadas al todo. En el todo moral (la sociedad), la parte
(individuo) no está absolutamente a disposición del todo. Por lo tanto, este
principio no se puede aplicar al organismo social.
Se
podría poner como ejemplo una ley de esterilización por parte del Estado. Esta
no sería lícita. ¿Por qué? Pues porque la parte, en este caso la persona
humana, tiene razón de ser en sí misma. El todo no puede exigir el exterminio
del más débil.
En el
organismo moral (la sociedad) no tiene vigencia ese principio pues el todo
moral no tiene una unidad subsistente como se da en los organismos físicos. El
hombre tiene razón de ser, independientemente de la sociedad.
Para que
sea lícito este principio de totalidad en el plano de lo físico (el único en el
que puede ser factible) deben darse las siguientes condiciones:
o que
el órgano corporal (parte) dañe a todo el organismo;
o que
este daño no pueda ser eliminado a no ser con la mutilación;
o
que el efecto negativo
(mutilación) sea compensado por el positivo (eliminación del peligro para todo
el cuerpo).
No
obstante, hay que añadir que no sólo es lícito quitar lo malo sino también lo
bueno si éste es la causa de un mal (p. ej.: para que un cáncer no crezca no
sólo se extirpa la tumoración sino también una parte sana). La parte se
subordina al todo en lo físico de un modo absoluto. Por eso, por ejemplo, la
esterilización terapéutica o indirecta es lícita. La parte (órganos sexuales)
se subordina a la salud de todo el cuerpo.
Sistemas éticos:
Corriente realista.
Errores que se derivan
del relativismo ético:
la concepción
proporcionalista y consecuencialista del juicio moral
Corriente realista
En primer lugar, quiero hacer una referencia a la corriente realista que ha sido defendida
en la ética durante muchos siglos. Esta sostiene que el “objeto” es la consideración más decisiva de la bondad de los actos. Y las
“circunstancias” no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de
suyo es mala. Este principio de valoración objetiva sigue siendo sostenido en
la actualidad y se fundamenta en que:
«el acto humano depende
de su objeto, o sea, si éste es o no es ordenable al último fin del hombre. El
acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona».
Errores que se derivan del relativismo
ético
a) Consecuencialismo
ético: Para esta corriente el
criterio seguro de bondad es el fin. No toman en consideración el objeto (si es
bueno o malo). En cambio, hacen hincapié en el fin del que actúa o en los
bienes que se siguen de la acción.
Uno de los mantenedores
de esta postura es Max Weber, que distingue entre ética de la responsabilidad, que es la que sostiene el hombre
público (el político), de tal manera que sus acciones serían éticamente buenas
si la suma total de bienes que se derivan de la acción sobrepasa a los males,
aunque no respondiese a sus convicciones personales; y la ética de la convicción (la que realiza el hombre que se guía por
su conciencia).
Esta doctrina encierra al menos estos tres errores:
- se sobrevaloran los efectos;
- da como bueno la integridad de los medios, es decir, sigue el principio que dice: «el fin justifica los medios», cosa errónea;
- cae en el utilitarismo. No se tiene en cuenta para quién se busca una consecuencia buena: para uno puede ser buena y para otro, mala. Es una cosa relativa.
b) Proporcionalismo
moral. El bien o el mal éticos
se deducen sólo de la proporción de bienes o males que se sigan. Si en la suma
o proporción entre bienes y males, los bienes superan a los males, el acto sería éticamente
bueno. Pero en algún caso se podría tomar como bien algo que estuviese a favor
del individuo o del partido político, y pudiese ir en contra de otras personas
o grupos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario