El tema de la vida lo
estudia la Bioética. ¿Y por que se trata en la ética? Porque la vida es siempre
un bien y esto es un dato tanto de intuición como de experiencia, cuya razón profunda
el hombre está llamado a comprender.
Cuando
decimos que hay que defender la vida y,
en consecuencia, no se puede matar hacemos
referencia a la persona humana. El hombre no es sólo algo sino alguien. Es la
única criatura a la que se ama por si misma. En cambio los animales están al
servicio del hombre para nutrirnos, etc.
Por eso, se dice en el
Art. 15 de nuestra Constitución que:
“Todos tienen derecho a la vida y a la
integridad física y moral (…)”.
Vamos a analizarlo en
tres momentos: en el origen de la vida, en su conservación y en su terminación: la muerte
I. Algunos problemas que se plantean al
principio de la vida
·
La procreación (Biogenética)
La procreación de un
nuevo ser debe darse en su ámbito natural: la familia. De ahí que el lugar
natural del hijo sea el matrimonio. En consecuencia, la Declaración Universal de
los Derechos Humanos protege
los derechos de la familia, y también los derechos del hijo nacido fuera del
ámbito del matrimonio.
Caso muy
diferente es la formación de nuevos seres dependiendo de la técnica. La concepción
de un nuevo ser humano realizada por medios técnicos y no por la unión sexual
de los cónyuges se la conoce como procreación artificial o fecundación
artificial.
Fecundación asistida
La
generación se enmarca en la relación amorosa entre ambos cónyuges, aunque en
alguna ocasión no se logra el fin de un modo natural, por lo que necesita la
ayuda de la técnica médica. Esto puede suceder por defecto físico del hombre o
de la mujer. El médico recurrirá a técnicas físicas para que se de el
encuentro entre el óvulo y el espermatozoide.
Es
totalmente lícita esta técnica médica ya que se lleva a cabo mediante la unión
sexual natural, apoyada por un acto médico. La conciencia no prohíbe el uso
de algunos medios artificiales destinados exclusivamente ya sea a facilitar el
acto conyugal o a procurar que el acto natural realizado de modo normal alcance
el fin propio.
Fecundación artificial
Cabe distinguir cuatro
métodos:
a)
Fecundación
artificial homologa «in vivo». Es
cuando la fecundación se realiza no por el método natural del acto conyugal,
aunque se utilizan espermatozoides del propio marido. La fecundación se
realiza dentro del cuerpo de la mujer (in vivo), empleándose
una jeringa para introducir los espermatozoides en el útero de la mujer.
La ilicitud
de esta técnica se centra en la disociación voluntaria de la unión y de la procreación.
La
inseminación artificial sustitutiva del acto conyugal se debe rechazar en razón
de la disociación voluntaria causada entre los dos significados del acto
conyugal. No siempre es éticamente
bueno todo lo que es técnicamente posible.
Cualquier intervención técnica
que sustituya el acto conyugal no tiene justificación ética. En el acto conyugal no es lícito
separar artificialmente el significado unitivo del significado procreador,
porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal: uno se
realiza juntamente con el otro y, en cierto sentido, el uno a través del otro.
b) Fecundación artificial homologa «in
vitro». Esta fecundación, también
llamada FIVET (Fecundación In Vitro
Embryo Transfer), es la que se realiza fuera del claustro materno,
directamente o con semen congelado. En el laboratorio se realiza la fecundación
del óvulo, que una vez fecundado se introduce en el útero de la mujer. Éticamente
no es lícito. La FIVET homologa se realiza fuera del cuerpo
de los cónyuges por medio de gestos de terceras personas, cuya competencia y
actividad técnica determina el éxito de la intervención: confía la vida y la
identidad del embrión al poder de los médicos y de los biólogos, e instaura un
dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana.
Una tal relación de dominio es en sí contraria a la dignidad y a la igualdad
que debe ser común a padres e hijos. Por estas razones, el así llamado «caso
simple», esto es, un procedimiento de FIVET homologa libre de toda relación con
la praxis abortiva de la destrucción de los embriones, sigue siendo una técnica
éticamente ilícita, porque priva a la procreación humana de la dignidad que le
es propia y connatural
Además, para realizar con éxito la fecundación, se
escoge el más viable y se desechan los otros óvulos fecundados, que se dejan
morir o se utilizan para otros experimentos, por lo que se produce la muerte
voluntaria de embriones. Se producen con frecuencia embriones en número
superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así
llamados "embriones supernumerarios" son posteriormente suprimidos o
utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o
médico, reducen en realidad la vida humana a simple "material biológico”
del que se puede disponer libremente.
c) Fecundación artificial
heteróloga «in vivo» o «in vitro». Las combinaciones de esta fecundación
son muy distintas: semen del padre y óvulo de otra mujer (soltera, viuda,
casada), semen de un tercero y óvulo de la madre, semen y óvulos de terceros,
llegando incluso a implantar en un útero que no sea el de la esposa (madre de
alquiler).
El juicio ético es negativo, ya que toda vida humana
debe ser procreada sólo en el matrimonio, pues de lo contrario se atenta a su unidad. Además, el hijo tiene derecho a ser
concebido, llevado en las entrañas, traído al mundo y educado en el matrimonio. Es éticamente ilícita la fecundación de una mujer casada con el esperma
de un donador distinto de su marido, así como la fecundación con el esperma del
marido de un óvulo no procedente de su esposa. Es éticamente injustificable,
además, la fecundación artificial de una mujer no casada, soltera o viuda, sea
quien sea el donador. La fecundación artificial heteróloga es contraria a la
unidad del matrimonio, a la dignidad de los esposos y al derecho de los hijos a
ser concebidos y traídos al mundo en el matrimonio y por el matrimonio. La
fecundación artificial heterónoma lesiona los derechos del hijo, lo priva de la
relación filial con sus orígenes paternos y puede dificultar la maduración de
su identidad personal.
- Manipulaciones genéticas
Por lo tanto, aunque no haya
ningún dato experimental de cuándo empieza a existir el alma humana, los
conocimientos científicos permiten descubrir una presencia personal desde el
primer momento de la vida humana. En consecuencia, debe ser tratado como
persona desde el primer momento de su existencia.
Esto lleva a lo siguiente:
o
el diagnóstico prenatal y las manipulaciones
en el embrión serán siempre ilícitas si la intención es abortar o someter al
feto a riesgos desproporcionados;
o gestar
el embrión humano en el útero de un animal, la fisión gemelar (duplicación de
un cigoto), el intento de obtener otro ser humano sin la unión sexual o la
clonación, son totalmente inmorales ya que es un ataque directo a la dignidad
del ser humano;
o a
recordar a la autoridad civil la obligación que tiene de prohibir
explícitamente que los seres humanos, aunque estén en estado embrional, sean
tratados como objetos de experimentación, mutilados o destruidos. Por lo
tanto, se debe afirmar que el uso de embriones o fetos
humanos como objeto de experimentación constituyen un delito en consideración a
su dignidad de seres humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al
niño ya nacidoy a toda persona.
o por
último, se deberá promover una legislación que desautorice los bancos de embriones,
la maternidad sustitutiva y la inseminación post
mortem.
El aborto es la interrupción voluntaria del embarazo, querido como fin o como medio, haciendo inviable el desarrollo natural del feto.
Para los
creyentes la Tradición cristiana es clara y unánime, desde los orígenes hasta
nuestros días, en considerar el aborto como desorden moral particularmente
grave. Desde que entró en contacto con el mundo greco-romano, en el que estaba
difundida la práctica del aborto y del infanticidio, la primera comunidad
cristiana se opuso radicalmente, con su doctrina y praxis, a las costumbres
difundidas en aquella sociedad, como bien demuestra la Didaché («No matarás al hijo en el seno de
su madre, ni quitarás la vida al recién nacido»). También
Tertuliano afirma: «Es un homicidio anticipado impedir el nacimiento; poco importa
que se suprima el alma ya nacida o que se la haga desaparecer en el nacimiento.
Es ya un hombre aquél que lo será». Puesto que debe ser tratado como una persona
desde la concepción, el embrión deberá ser defendido en su integridad, cuidado
y atendido médicamente en la medida de lo posible, como todo otro ser humano.
El
aborto puede ser espontáneo (por expulsión natural y no tiene ninguna
calificación moral por ser involuntario) y provocado (participa el hombre en
la expulsión del feto).
El
aborto provocado puede tener diversas denominaciones: el eugenésico, ocasionado
por presuntas malformaciones del feto; humanitario, por el embarazo provocado
por una violación; terapéutico, producido por el riesgo de la vida de la
madre; psicosocial, si el embarazo no es querido, etc.
Los creyentes deben
saber que el Magisterio de la Iglesia considera el aborto un pecado grave, con
pena de excomunión (aunque no se les aplica a los menores de 18 años, y a
quienes ignoraban sin culpa que estaban infringiendo una ley o que llevaba
aneja una pena), no sólo a quien procura el aborto sino también a los llamados
cooperadores necesarios, es decir, si éste no se hubiera cometido sin su ayuda.
Desde el punto de vista médico, hay que decir que la medicina ha
ratificado que:
a) desde el momento de la concepción hay una nueva vida, distinta de la
madre («Es bien conocido, y
está científicamente demostrado más allá de toda duda, que el individuo se
origina al fusionarse las células de sus progenitores en el momento de la fecundación
(...). Así pues, el origen de la vida está en el momento en que el
espermatozoide y el ovocito se juntan». Declaración
de la Real Academia Nacional de Medicina. 17
de mayo de 1983.
«El
principio de la vida humana, desde el punto de vista científico, ocurre en el
mismo instante de la fecundación. Este criterio es aceptado por los científicos
e investigadores médicos de todo el mundo». Declaración del Consejo General de Colegios
Oficiales de Médicos de España. 19 de
febrero de 1983.
No
puedo resistir la tentación de transcribir un texto de un Premio Nobel de Medicina.
Lean lo que dice: « ¿Cómo debemos tratar al óvulo fecundado? «Como si fuera una
persona humana», nos aconseja la Instrucción de Ratzinger. En este caso,
cualquier aborto constituiría un homicidio, incluso en las primeras semanas de
embarazo (...).
No
es fácil formular veredictos definitivos en este terreno. Está claro que existe una continuidad entre el
momento de la concepción y la vida adulta, por
lo que -en abstracto- matar al ovocito fecundado equivale a matar al individuo
30 o 60 años más tarde. Pero también es importante la percepción que nosotros
tenemos de la persona humana: un óvulo fecundado y el embrión en que se
desarrolla, durante un cierto tiempo, no pueden ser reconocidos como personas,
desde ningún punto de vista. ¿A partir de qué momento podemos empezar a considerarlo
«humano»? Y, ¿en qué momento deja de ser embrión para convertirse en un niño?
Es una discusión que no tiene final. A falta de parámetros objetivos y de pruebas
científicamente irrefutables, la definición de estas fronteras queda confiada
a las creencias individuales, a las supersticiones, a la moral vigente en una
determinada época histórica, a los dogmas de la religión o. también, al
arbitrio del legislador de cada país». INGENIEROS DE LA VIDA. Medicina y ética en la
era del ADN. Renato Dulbecco (Premio
Nobel de Medicina), con Ricardo Chiaberge. pág. 85, Ediciones PIRAMIDE. S.A.
1989. Madrid.
¿Cómo se puede negar la evidencia? El mismo
reconoce que hay «continuidad entre el momento de la concepción y la
vida adulta» y que «en abstracto, matar al ovocito fecundado
equivale a matar al individuo 30 o 60 años más tarde». Pero
para justificar su postura abortista, da un quiebro y fundamenta todo su
«razonamiento» en que no es «perceptible» por los sentidos. Es decir, lo que no
se «ve» no «es». Así desaparecería parte de la realidad. Un investigador
reconoce que en la célula está todo el equipamiento cromosómico que da
continuidad desde la fecundación hasta la vida adulta, aunque no tenga la «forma»
de niño. Por lo tanto, eliminar un óvulo fecundado es matar a un ser vivo que
puede llegar a adulto.
«Algunos
intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al
menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida
humana personal. En realidad, «desde el momento en que el óvulo es fecundado,
se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de
un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano
si no lo ha sido desde entonces (...)». Aunque la presencia de un alma
espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental,
las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen «una
indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde
este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser
persona humana? (...) «El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el
instante de su concepción y, por eso,
a partir de este mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona,
principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida». Evangelium vitae, n.60
b) las condiciones clínicas para que se dé el aborto terapéutico son nulas
(sólo es lícito, con causa grave, provocar el nacimiento anticipado de un feto
ya viable). «Esta Academia se cree
en el caso de advertir que en el estado actual de la Medicina, la posibilidad
de que una gestación interfiera con un riesgo vital inminente para la gestación
es remota, cuando no inexistente», cit. Real
Academia Nacional de Medicina.
c) no hay seguridad de prevención de malformaciones congénitas. «Respecto a esta indicación (malformación grave o subnormalidad) hay que decir que es más teórica que real, ya que los diferentes métodos empleados para la detección prenatal de anormalidades, no son ninguno de resultado seguro». Ibid.
d) no es racional matar al feto en caso de violación. Siempre habrá que
defender al más débil y en este caso es el feto. «Sin
comentar lo raro que son los embarazos en esta circunstancia, y aún admitiendo
que alguno pudiera producirse, no parece humano ni justo penalizar al fruto de
un delito cometido por uno de sus progenitores». Ibid.
En resumen, hay que defender los derechos del nasciturus (derecho a la vida). Por lo tanto, cualquier acto que lleve a la muerte
del feto, es un acto horrendo, pues, es un ser inocente, añadiendo al asesinato
los agravantes de abuso de fuerza y aberración por que la madre mata a su hijo.
El derecho a la vida del inocente también debe ser un elemento constitutivo de
la sociedad civil y de su legislación y como tal debe ser reconocido y respetado
tanto por la sociedad civil, como de la autoridad política. Cuando
una ley positiva priva a una categoría de seres humanos de la protección que el
ordenamiento civil les debe, el Estado niega la igualdad de todos antela ley.
Cuando el Estado no pone el poder al servicio de los derechos de todo
ciudadano, y particularmente de quien es más débil, se quebrantan los fundamentos
mismos del Estado de derecho.
II. Algunos problemas éticos que suscita la
conservación de la vida
Mantenimiento
de la vida
Los
temas que se plantean son: el homicidio, la tortura física, la manipulación
psíquica, la pena de muerte, la drogadicción, el suicidio...
- El suicidio
o Suicidio directo. Es causarse violenta y voluntariamente la propia
muerte (p. ej.: ahogándose voluntariamente).
o Suicidio indirecto. Tiene lugar cuando la muerte se permite buscando
otra finalidad. También es ilícita, a no ser que exista una causa
proporcionada. Esta causa proporcionada se da cuando lo requiere el bien
público, el bien ajeno, la atención a enfermos contagiosos, etc.
Está
comprobado que en las sociedades profundamente religiosas se dan menos suicidios.
Cuando el hombre trata a Dios encuentra sentido a su existencia, aunque haya
momentos muy duros. Caso aparte son los suicidios por trastornos psíquicos,
que no suponen culpabilidad.
- Trasplantes y experiencias médicas
Los
trasplantes son perfectamente éticos. El trasplante de órganos es conforme a la
ética si los daños y los riesgos físicos y psíquicos que padece el donante son
proporcionados al bien que se busca para el destinatario. También podemos
afirmar que la donación de órganos después de la muerte es un acto noble y
meritorio, que debe ser alentado como manifestación de solidaridad generosa. No
obstante, el donante o sus representantes han tenido que dar su consentimiento,
pues aún siendo lícita en sí misma, puede llegar a ser ilícita, si viola los
derechos o sentimientos de terceros a quienes compete la tutela del cadáver:
los parientes cercanos en primer término; pero podría incluso tratarse de otras
personas en virtud de derechos públicos o privados.
También
son lícitos los trasplantes entre vivos de órganos dobles pues es lícito
solidarizarse para salvar la vida de otro. No obstante, una
persona sólo puede donar algo de lo que puede privarse sin serio peligro o daño
para su propia vida o identidad personal, y por una razón justa y proporcionada.
Resulta obvio que los órganos vitales sólo puedan donarse después de la
muerte. Estas donaciones de órganos pueden ser un acto de caridad, si la donación es plenamente libre y gratuita, y respeta el orden de la justicia y de la caridad.
muerte. Estas donaciones de órganos pueden ser un acto de caridad, si la donación es plenamente libre y gratuita, y respeta el orden de la justicia y de la caridad.
Las experiencias médicas con personas,
si siguen las leyes deontológicas mundiales, en principio son lícitas. Se
justifican por el interés de la medicina, por el bien de los pacientes y por el
interés de la sociedad, siempre que tengan una esperanza fundada de éxito.
- La mutilación
- Las drogas
o entrar en una situación de
placer. Su uso
inflige muy
graves daños a la salud y a la vida humana. Fuera de los casos en que se
recurre a ello por prescripciones estrictamente terapéuticas, es contrario a
la ética. La producción clandestina y el tráfico de drogas son prácticas
escandalosas: constituyen una cooperación directa, porque incitan a ellas, a
prácticas gravemente contrarias a la ética.
El
uso de drogas para evitar el dolor es lícito pero debe cuidarse la dependencia
que crea y por tanto deben tomarse bajo prescripción facultativa.
Cuando
se toman solamente para producir placer o sensaciones diferentes son injustificables.
La
división entre drogas blandas (marihuana, hachís, etc.) y duras (heroína,
cocaína, etc.) puede llevar a malentendidos. La realidad es que las blandas
llevan a las duras creando todas una dependencia psíquica.
Éticamente
se considera como una mutilación psíquica el uso de drogas duras. El uso de drogas
blandas también es ilícito por la relación que tiene con las drogas duras.
Defensa de la vida
Si
decíamos que el hombre no es dueño y señor de su propia vida tampoco puede disponer
de la de los demás: incurriría en un grave delito (homicidio, tortura,
terrorismo, etc.). La razón primordial de estos problemas es la propia dignidad
de la vida humana que nos da Dios y que sólo Él puede quitar, por lo que el
hombre es un mero administrador de ella. Podemos distinguir los siguientes
casos:
- El homicidio
El
homicidio tiene dos características:
o voluntario.
Si se pretende la muerte de otra persona. También puede darse por omisión si
no se evita una muerte por negligencia (p. ej.: el médico que desconoce
algunas terapias por negligencia y ocasiona la muerte del paciente);
o injusto.
Si no procede de la legítima defensa o en caso de guerra defensiva.
§ Cabe
una referencia al homicidio involuntario por negligencia o imprudencia. La
gravedad en estos casos deberá ser juzgada por la responsabilidad que se tenga.
El
homicidio involuntario no es éticamente imputable. Pero no se está
libre de falta cuando, sin razones proporcionadas, se ha obrado de manera que
se ha seguido la muerte, incluso sin intención de causarla.
§ Desde
el punto de vista ético el homicidio es uno de los hechos más graves al causar
un mal irreparable. Además lleva consigo la obligación de compensar
económicamente a los herederos.
- El terrorismo y la tortura.
El terrorismo es un verdadero asesinato que no
se puede justificar, pues produce la muerte de inocentes. El terrorismo
amenaza, hiere y mata sin discriminación; es gravemente contrario a la
justicia.
Los secuestros y el tomar rehenes son éticamente
ilícitos: es tratar a las personas sólo como medios para obtener diversos fines,
privándolos injustamente de la libertad.
Aunque en otras épocas algunos moralistas
legitimaban la tortura, en la actualidad tenemos que rechazarla sin excepción.
La tortura se puede calificar como contraria al respeto de la persona y de la
dignidad humana.
La muerte del injusto agresor
Los
casos lícitos en que en defensa de la propia vida se da la muerte del injusto
agresor son los siguientes:
- La legítima defensa.
La
legítima defensa puede incluso ser un deber grave para quien es responsable de
la vida de otro o del bien común. Para que esa defensa sea lícita deben
darse las siguientes condiciones:
o
que sea una agresión injusta (no lo sería
matar a un policía siendo el que se defiende un atracador);
o
que la defensa sea no sólo cuando el atacante
es consciente sino cuando sea producto de una agresión de un loco, un drogadicto,
un borracho, etc., y que no se proponga la muerte del que le ataca sino poner a
salvo la propia vida;
o
que sea una agresión física actual. No se
daría este supuesto cuando uno matara al agresor por una agresión que ya ha
pasado y que no es actual. En estos casos no sería defensa sino venganza
ilícita. Los posibles daños futuros se protegen de otro modo: denunciándolo a
la policía, pero no matando. Hay que insistir en que la muerte es permitida,
pero no intentada. Lo que se intenta es la defensa de la propia vida, no la
muerte del agresor;
o
que no pueda defenderse de otro modo (p. ej.:
rogándole, hiriéndole, huyendo, etc.).
- La guerra
o
Que el daño causado por el agresor a la
nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
o
Que todos los demás medios para poner fin a
la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.
o
Que se reúnan las condiciones serias de
éxito.
o
Que el empleo de las armas no entrañe males y
desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los
medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación
de esta condición.
No obstante, se
entiende por causa justa sólo la guerra defensiva. La guerra ofensiva es
muy difícil de justificar. En la práctica se diluyen las diferencias entre
guerra defensiva y ofensiva y más con el armamento bélico moderno y los pactos
internacionales.
Caso a tener en cuenta, máxime en tiempos de paz, por parte de los poderes públicos es el de la objeción de conciencia. Los poderes públicos deben atender equitativamente al caso de quienes, por motivos de conciencia, rehúsan el empleo de las armas; éstos siguen obligados a servir de otra forma a la comunidad humana.
Al tratar de la guerra, tenemos que hacer una
referencia obligatoria a la paz. Los hombres tenemos que procurar ser
sembradores de paz y de alegría. Y la paz no puede alcanzarse en la tierra sin
la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los
seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la
práctica asidua de la fraternidad. Es obra de la justicia y efecto de la
caridad.
- La pena de muerte
Los
argumentos a favor y en contra son muchos para ambas posturas. Los partidarios
de la pena de muerte razonan diciendo que al igual que es lícita la legítima
defensa, la pena de muerte también lo es como legítima defensa de toda la sociedad
ante los criminales.
A
la exigencia de tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado para
contener la difusión de comportamientos lesivos de los derechos humanos y de
las normas fundamentales de la convivencia civil. La legítima autoridad pública
tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del
delito. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden
introducido por la culpa. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el
culpable, adquiere un valor de expiación. La pena, finalmente, además de la defensa
del orden público y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una
finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda
del culpable.
Si
los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad
de las personas, la autoridad debe limitarse a esos medios, porque ellos
corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más
conformes con la dignidad de la persona humana.
Hoy, en efecto, como consecuencia
de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen,
haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la
posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario
suprimir al reo ya no existen. En consecuencia, se puede afirmar que la pena
de muerte no es justificable en la actualidad, en el mundo moderno civilizado.
III. La enfermedad y la muerte
Ante
el tema de la muerte y del dolor se plantean agudos interrogantes que, en
ocasiones, no se solucionan positivamente. Por eso, la ética no sólo es una
moral para vivir bien, sino para morir bien. Hay que volver a darle el sentido
relativo a esta vida. Por lo tanto, el dolor y la muerte tienen sentido. Por el
contrario, algunos confunden fácilmente las soluciones ante el dolor,
introduciendo el tema de la eutanasia, cuando para el dolor, desde hace mucho
tiempo, se tienen los remedios analgésicos.
- La analgesia
En algunos casos, esta
atenuación del dolor puede llevar a la pérdida de la conciencia. Para que sea
lícito debe:
o ser
resultado indirecto de un tratamiento;
o indicársele
que ponga en orden sus asuntos temporales: testamento, etc.;
o
si es posible, se
prefiere que lo pida también el enfermo.
- La ortotanasia y la distanasia
o
ortotanasia.
Práctica médica en la que no se le aplican medios extraordinarios. Esta
actuación médica es lícita cuando el enfermo se halla en estado terminal;
o
distanasia.
Alargar irrazonablemente, es decir, más de lo debido, la vida del enfermo por
diferentes motivos: familiares (herencia), políticos (el jefe de gobierno),
etc. Esta actuación médica es ilícita pues no respeta el derecho a una muerte
digna.
Los medios para alargar la vida pueden
ser ordinarios y extraordinarios, aunque es mejor hablar de proporcionados.
Siempre se deben aplicar los medios ordinarios o proporcionados al enfermo,
pero se pueden dejar de aplicar los extraordinarios a un enfermo con una
patología irreversible. En cambio, aunque la muerte se considere inminente,
los cuidados ordinarios debidos a una persona enferma no pueden ser legítimamente
interrumpidos. Cuando se ponen irracionalmente
los medios para alargar la vida del enfermo se llama ensañamiento terapéutico,
o
sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del
enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o
bien por ser demasiado gravosas para él o su familia. La renuncia a medios
extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia:
expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte.
Todo hombre tiene su
hora final, y no hay por qué alargar una vida cuando un enfermo está ya clínicamente
muerto. Algunas veces, se producen conflictos éticos ya que no se sabe bien en
qué momento se puede decir que el enfermo está ya desahuciado, porque en algún
caso ha sobrevivido a una muerte segura.
- La eutanasia
Se pueden
distinguir los siguientes casos de eutanasia:
o
positiva:
quitar la vida, normalmente con un fármaco;
o
negativa:
omitir los medios ordinarios para vivir;
o
eugenésica:
eliminar toda vida sin valor.
Ninguno de
los tres casos previstos puede ser lícito ni justificable por una falsa compasión.
En los
debates políticos acerca de la eutanasia se invocan con frecuencia cuestiones
que poco o nada tienen que ver con ella (Reflexiones de Mons. Ángel Rodríguez Luño, profesor
Ordinario de Teología Moral de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz
(Roma), y consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe).
Nadie niega que cualquier ciudadano tenga la
facultad de rechazar aquellos tratamientos que, aunque los aconseje el médico,
no se consideran convenientes. Compete a la conciencia personal valorar si el
rechazo de un tratamiento en un caso concreto es compatible con el deber ético de cuidar la propia salud. Pero a nivel jurídico y
político se debe reconocer a todos la facultad de autodeterminación en ámbito
terapéutico, que se expresa en el principio deontológico del consentimiento informado. Aquí está en juego el principio de libertad, en virtud
del cual tampoco se puede obligar al médico a obrar contra ciencia y
conciencia. Dejando de lado ahora las intervenciones que se hayan de hacer ante
una verdadera urgencia clínica, cuando en un caso concreto surjan dudas acerca
de la legalidad de la decisión del enfermo o de la actuación del médico, el
problema deberá ser puesto en conocimiento de la autoridad judicial, pero no se
debe proceder a la coacción por iniciativa privada.
Existe
también un amplio acuerdo sobre el hecho de que no tiene sentido insistir con
tratamientos fútiles o prácticamente inútiles en enfermos cuya muerte inminente
es inevitable, y frente a los cuales la única actitud acertada es aceptar su
situación terminal, aliviar el sufrimiento a través de los cuidados paliativos,
y proporcionar el apoyo emocional y humano necesario para garantizar que los
últimos momentos se vivan, desde todos los puntos de vista, del mejor modo
posible.
Me
parece que también está bastante claro que en la fase terminal o casi terminal
de muchas enfermedades puede existir una legítima diversidad de opiniones
acerca de cuáles sean las intervenciones médicas más convenientes. El problema
se debería resolver mediante un diálogo claro y sereno entre los médicos, el
enfermo (si está en condiciones de entender y valorar su situación) y la
familia. La relación entre ellos se ha descrito muy apropiadamente como
“alianza terapéutica”. En principio sería preferible que la
legislación del Estado no tuviera que entrar en estas materias, porque se corre
el riesgo de establecer principios bastante inadecuados. Piénsese por ejemplo
en la expresión “derecho a la sedación terminal”. Siguiendo esa lógica habría
que hablar también del “derecho a los antibióticos” o del “derecho a los antiinflamatorios”.
Si se quisiese decir que estos fármacos se deben poder administrar cuando están
médicamente indicados, esas expresiones serían aceptables, pero al menos en
muchos casos innecesarias. El uso de estas expresiones en un texto legislativo
parece indicar más bien que el enfermo o su familia pueden reivindicar el uso
de esos principios farmacológicos frente a alguien que, según ciencia y
conciencia, no los considera indicados. Se corre el peligro de concebir el hospital
como un restaurante, en el que el cliente llega y ordena lo que le apetece
tomar, quedando reducido el papel del médico al de un camarero que sirve lo que
se le pide. Una tal concepción de la asistencia sanitaria por parte de la
legislación de un país constituiría un serio problema ético-político.
En todo
caso la eutanasia consiste en otra cosa, a saber, en realizar una acción o en
omitir un cuidado básico con el propósito de causar directa e intencionalmente
la muerte de otra persona o la muerte propia. Desde el punto de vista de la
conciencia personal esta acción merece una valoración negativa, de la que ahora
no nos ocupamos. El problema ético-político comienza cuando la acción de
procurar o de procurarse directamente la muerte se quiere considerar legal, y
se agrava cuando se pretende además que el sistema sanitario debe ocuparse de
procurar la muerte; es decir, cuando se piensa que los hospitales deberían
tener también un servicio en el que la familia ingresa, por ejemplo, a un
pariente en una situación estable de estado vegetativo y, pasadas unas horas,
se lo devuelven bien empaquetado en un ataúd.
Para justificar la existencia de estos servicios eutanásicos, algunos afirman que una situación clínica estable puede ser tan negativa y sin sentido que se haga bueno y conforme al derecho un protocolo dirigido intencionalmente a acabar con la vida de la persona que se encuentra en esa situación. Se piensa por tanto que la enfermedad puede convertirse en un mal de tal dimensión como para justificar la transgresión del principio jurídico y político “no matarás” (a sí mismo o a otra persona), que significa “no quitar intencionalmente la vida”, “no programar una acción u omisión que causará la muerte de alguien”.
Muchos
otros aunque reconocen la extrema dramaticidad de algunas situaciones clínicas,
y aceptan que en tales situaciones no se debe insistir en el tratamiento o en
la utilización de equipos para prolongar la vida de forma precaria y penosa,
sin embargo, niegan que en esas situaciones pierda validez el principio
jurídico universal “no matarás”. También niegan que lo único o, en todo caso,
lo mejor que los familiares, el sistema sanitario y la sociedad puedan hacer
con quienes se encuentran en esta situación sea acabar con su vida.
Desde el punto de vista ético-político, la razón de mi posición es que la cultura jurídica de los países civilizados ha tenido que resolver a través de los siglos, conflictos de todo tipo: criminales, raciales, religiosos, económicos, e incluso de supervivencia; pero a lo largo de los años se ha consolidado siempre más el convencimiento de que la justa solución de cualquier conflicto tiene un límite que no se puede superar, y tal límite es el principio “no matarás”. Este principio ha desempeñado un papel pacificador universal en la medida en que se consideraba como universalmente válido, es decir, válido siempre y para todos, incluso en casos extremos. Si se piensa que es conforme al derecho que tal principio pueda ser ignorado alguna vez, se podrá considerar también conforme al derecho, que sea ignorado más veces. Si por una causa puede perder su vigencia, también la podrá perder por otras, dependiendo de las cambiantes concepciones y sensibilidad de los hombres de cada período histórico.
La
experiencia ha demostrado que en los países donde existe la posibilidad legal
de acabar con la vida de quienes lo pedían en casos verdaderamente extremos, se
ha pasado gradualmente a quitar la vida también a quienes no lo requerían. Este
es un hecho documentado y sobre el que no vale la pena discutir.
Si existen situaciones que justifican la pérdida de validez el principio “no
matar”, entonces cuáles sean estas situaciones es una cuestión abierta sobre la
que cada persona, cada tribunal de justicia, cada Estado podrá elaborar sus
propias concepciones.
Existe
además otra razón que ya hemos mencionado. La política moderna nace con la intención
de que los hombres se convenzan de que es mejor para ellos renunciar a su
agresividad, a su propia capacidad de autodefensa, a la búsqueda incondicional
de sus intereses, para fundar un Estado, que tendrá el monopolio de la fuerza,
para defender más eficazmente la vida, la libertad, la justicia, etc. según un
orden capaz de coordinar justamente los intereses y expectativas de todos. El
Estado nació para garantizar bienes como la vida, la libertad, la igualdad, la
salud. El Estado no se constituye para procurar la muerte de sus ciudadanos. En
nuestra sociedad hay por desgracia personas que matan y que se suicidan, así
como hay diversas formas de explotación. Pero estas tristes realidades han sido
siempre consideradas y siempre se deberán considerar como contrarias al
derecho. El Estado y la sociedad, o si queremos el sistema sanitario, no pueden
tener un servicio para quitar la vida. Cada uno pensará lo que le parezca mejor;
y quien actúa en situación de necesidad o víctima de la desesperación debería
de gozar ante un tribunal de justicia de todas las circunstancias atenuantes y
de toda la comprensión del caso, pero a las estructuras sanitarias y al personal
médico no se les puede pedir ciertas cosas por parte de nadie, ni siquiera por
un alto tribunal de justicia.
Invocar
cuestiones como la laicidad del Estado es sólo querer aumentar la confusión.
Norberto Bobbio, que conocía como pocos las bases de la política moderna y que
personalmente no era creyente, escribió: “Me sorprende que los laicos [en el
sentido de “no creyentes”] dejen a los creyentes el privilegio y el honor de
afirmar que no se debe matar”. Igualmente engañoso es invocar
la libertad y los derechos de autodeterminación. El Estado moderno nace para
defender la vida y la libertad, pero no puede admitir la libertad de matar ni
la libertad de suicidarse, así como no puede admitir la libertad de robar o la
de usar la violencia. Ya dijimos antes que la libertad es la forma más digna de
vida que hay en este planeta, la vida humana. Si la libertad se ejerce contra
la vida, se convierte en una fuerza auto-contradictoria que no puede ser un principio
de estructuración de la vida social y política.
En favor
de la legalización de la eutanasia tampoco cabe apelar razonablemente a la
neutralidad del Estado. Existe un sentido en el que el Estado
debe ser neutral, a saber, en cuanto ha de tratar a todos los ciudadanos según
las mismas leyes, sin admitir distinciones originadas en elementos
jurídicamente no relevantes. Esta neutralidad o imparcialidad no significa que
el Estado sea indiferente ante cualquier concepción del bien o de la política,
sino que, por el contrario, se encuadra y se justifica precisamente en la
concepción ético-política a la que antes nos hemos referido, hablando del ethos de
la vida, de la libertad y de la justicia, o bien de la ética de los derechos
humanos. El Estado no puede ser neutral ante quien niega los derechos humanos,
o ante quien pone en tela de juicio la igualdad fundamental entre los
ciudadanos o entre el hombre y la mujer.
Hay
otra concepción de la neutralidad que consiste en afirmar que la actividad
legislativa y de gobierno se reduce a la regulación pacífica de todas las orientaciones
ideológicas que existen de hecho en una determinada sociedad. Sobre los puntos
que no registran consenso, el Estado debería retirarse a un terreno neutral en
el que todos, o al menos la mayoría, esté de acuerdo. Así se respetaría la
igualdad, la autonomía y la autodeterminación de los ciudadanos. Según esta
concepción, el Estado debería proceder a la legalización de la eutanasia si una
minoría considerable así lo desease.
Sobre
esta concepción de la neutralidad, para mí inaceptable y rechazada también por
muchos teóricos del liberalismo, haría falta hacer largas reflexiones. Aquí me
limitaré a señalar que una neutralidad de este tipo es sencillamente imposible.
Declararse neutral ante el valor de la vida, entendido en el sentido mínimo de
que el Estado no puede procurar la muerte de sus ciudadanos ni consentir que
otros la procuren, significa, en la mejor de las hipótesis, afirmar que el
derecho a la vida carece de importancia, al menos cuando una minoría
significativa así lo considere. Y esto no es una posición neutral, sino una
precisa y bien concreta concepción del bien y de la política, opuesta a la que
hasta ahora ha hecho posible nuestra vida en común.
Actualmente
representa una cierta dificultad para algunos comprender que la ética de los derechos
humanos, y más precisamente la de los derechos de libertad, pueda fundamentar
también prohibiciones. A este propósito se ha dicho acertadamente que la
experiencia política moderna ha pasado, de una comprensión de los derechos fundamentales
como meras libertades del individuo ante el Estado, a una comprensión más institucional de
tales derechos: ya no son sólo libertades del individuo garantizadas frente a
las injerencias del Estado, sino que expresan también un orden de valores que
la comunidad política ha de llevar a cabo. Los derechos fundamentales no son solamente
libertades ante el Estado, sino en el Estado. Importantes estudios han contribuido a establecer que los
derechos fundamentales, especialmente el de la vida, además de garantizar la inmunidad
frente al Estado, confieren también al individuo el derecho de ser protegido
—mediante disposiciones legales— de las injerencias de otras personas.
En este
punto, algunos se lamentan de la índole represiva que podría tomar el derecho.
Soslayando la parte de demagogia que nunca suele faltar en este tipo de
acusaciones, querría que alguien me explicara cómo es posible reconocer y
tutelar cualquier derecho humano sin tener que constreñir jurídicamente a los
ciudadanos a no llevar a cabo ciertas acciones frente a terceros. Acertadamente
ha escrito P. Häberle que “si la libertad del individuo no se tutelase penalmente
contra la amenaza proveniente del abuso de libertad por parte de otros, ya
nunca cabría hablar del significado de la libertad para la vida social del
conjunto. Se impondría el más fuerte. El resultado completo al que tienden los
derechos fundamentales se pondría en discusión, pues hasta la realización individual
de las libertades resultaría seriamente amenazada”.
* * *
Lo que
hemos dicho hasta ahora se debe aplicar análogamente a otros problemas bioéticos
en los que está en juego el derecho a la vida, especialmente al aborto, que
constituye quizá su violación más grave y extendida, y sobre el que ahora no me
voy a detener. Quisiera concluir expresando sintéticamente que la intención
principal de estas consideraciones ha sido mostrar que cuando el Estado
introduce en el ordenamiento jurídico el principio de la inviolabilidad
absoluta de la vida humana inocente, no está aceptando un principio confesional
ni, en cualquier caso, un criterio extraño a la idea moderna de la politicidad.
Ese principio responde, en cambio, a uno de los valores sustanciales —la vida—
y a uno de los principios fundamentales —el de igualdad— en los que se basa la
cultura política moderna. N. Bobbio respondía acertadamente, a quien se remitía
al pacto social para defender el aborto, “que el primer gran escritor político
que formuló la tesis del contrato social, Thomas Hobbes, mantenía que el único
derecho al que los contrayentes no habían renunciado al entrar en sociedad era
el derecho a la vida”. El respeto del derecho a la vida ha
sido, es y será el distintivo fundamental de una cultura política que la
conciencia humana pueda sostener sin avergonzarse.
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