lunes, 4 de mayo de 2015

XIV. Sentido de la vida


El tema de la vida lo estudia la Bioética. ¿Y por que se trata en la ética? Porque la vida es siempre un bien y esto es un dato tanto de intuición como de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender.

Cuando decimos que hay  que defender la vida y, en consecuencia,  no se puede matar hacemos referencia a la persona humana. El hombre no es sólo algo sino alguien. Es la única criatura a la que se ama por si misma. En cambio los animales están al servicio del hombre para nutrirnos, etc.

Por eso, se dice en el Art. 15 de nuestra Constitución que:

Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral  (…)”.

Vamos a analizarlo en tres momentos: en el origen de la vida, en su conservación y en su  terminación: la muerte
 

I.   Algunos problemas que se plantean al principio de la vida

·         La procreación (Biogenética)
 
La procreación de un nuevo ser debe darse en su ámbito natu­ral: la familia. De ahí que el lugar natural del hijo sea el matrimo­nio. En consecuencia, la Declaración Universal de los Derechos Humanos protege los derechos de la familia, y también los dere­chos del hijo nacido fuera del ámbito del matrimonio.

Caso muy diferente es la formación de nuevos seres depen­diendo de la técnica. La concepción de un nuevo ser humano rea­lizada por medios técnicos y no por la unión sexual de los cónyu­ges se la conoce como procreación artificial o fecundación artificial.

Fecundación asistida

La generación se enmarca en la relación amorosa entre ambos cónyuges, aunque en alguna ocasión no se logra el fin de un modo natural, por lo que necesita la ayuda de la técnica médica. Esto puede suceder por defecto físico del hombre o de la mujer. El mé­dico recurrirá a técnicas físicas para que se de el encuentro entre el óvulo y el espermatozoide.

Es totalmente lícita esta técnica médica ya que se lleva a cabo mediante la unión sexual natural, apo­yada por un acto médico. La conciencia no prohíbe el uso de algunos medios artificiales destinados exclusivamente ya sea a facilitar el acto conyugal o a procurar que el acto natural realizado de modo normal alcance el fin propio.

Fecundación artificial

Cabe distinguir cuatro métodos:

a) Fecundación artificial homologa «in vivo». Es cuando la fecundación se realiza no por el método natural del acto conyu­gal, aunque se utilizan espermatozoides del propio marido. La fe­cundación se realiza dentro del cuerpo de la mujer (in vivo), em­pleándose una jeringa para introducir los espermatozoides en el útero de la mujer.

La ilicitud de esta técnica se centra en la disociación voluntaria de la unión y de la procreación. La inseminación artificial sustitutiva del acto conyugal se debe rechazar en razón de la disociación voluntaria causada entre los dos significados del acto conyugal. No siempre es ética­mente bueno todo lo que es técnicamente posible.

Cualquier intervención técnica que sustituya el acto conyugal no tiene justificación ética. En el acto conyugal no es lícito separar artificialmente el significado unitivo del significado procreador, porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal: uno se realiza juntamente con el otro y, en cierto sentido, el uno a través del otro.

b) Fecundación artificial homologa «in vitro». Esta fecunda­ción, también llamada FIVET (Fecundación In Vitro Embryo Transfer), es la que se realiza fuera del claustro materno, directa­mente o con semen congelado. En el laboratorio se realiza la fe­cundación del óvulo, que una vez fecundado se introduce en el útero de la mujer. Éticamente no es lícito. La FIVET homologa se realiza fuera del cuerpo de los cónyuges por medio de gestos de terceras personas, cuya competencia y actividad técnica determina el éxito de la intervención: confía la vida y la identidad del embrión al poder de los mé­dicos y de los biólogos, e instaura un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Una tal relación de dominio es en sí contraria a la dig­nidad y a la igualdad que debe ser común a padres e hijos. Por estas razones, el así llamado «caso simple», esto es, un procedimiento de FIVET homologa libre de toda relación con la praxis abortiva de la destrucción de los embriones, sigue siendo una técnica éticamente ilícita, porque priva a la procreación hu­mana de la dignidad que le es propia y connatural

Además, para realizar con éxito la fecundación, se escoge el más viable y se desechan los otros óvulos fecundados, que se de­jan morir o se utilizan para otros experimentos, por lo que se pro­duce la muerte voluntaria de embriones. Se producen con frecuencia embriones en número superior al necesa­rio para su implantación en el seno de la mujer, y estos así llamados "embriones super­numerarios" son posteriormente suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o médico, reducen en realidad la vida humana a sim­ple "material biológico” del que se puede disponer libremente.

c)   Fecundación artificial heteróloga «in vivo» o «in vitro». Las combinaciones de esta fecundación son muy distintas: semen del padre y óvulo de otra mujer (soltera, viuda, casada), semen de un tercero y óvulo de la madre, semen y óvulos de terceros, lle­gando incluso a implantar en un útero que no sea el de la esposa (madre de alquiler).

El juicio ético es negativo, ya que toda vida humana debe ser procreada sólo en el matrimonio, pues de lo contrario se atenta a su unidad. Además, el hijo tiene dere­cho a ser concebido, llevado en las entrañas, traído al mundo y educado en el matrimonio. Es éticamente ilícita la fecundación de una mujer casada con el esperma de un donador distinto de su marido, así como la fecundación con el esperma del marido de un óvulo no procedente de su esposa. Es éticamente injustificable, además, la fecundación artificial de una mujer no casada, soltera o viuda, sea quien sea el donador. La fecundación artificial heteróloga es contraria a la unidad del matrimonio, a la dignidad de los esposos y al derecho de los hijos a ser concebidos y traídos al mundo en el matrimonio y por el matrimonio. La fecundación artificial heterónoma lesiona los derechos del hijo, lo priva de la relación filial con sus orígenes paternos y puede dificultar la maduración de su identidad personal.

  • Manipulaciones genéticas
La técnica y la ciencia no son indiferentes desde el punto de vista ético. Requieren un respeto a los criterios éticos y un respeto a la persona humana.

Por lo tanto, aunque no haya ningún dato experimental de cuándo empieza a existir el alma humana, los conocimientos cien­tíficos permiten descubrir una presencia personal desde el primer momento de la vida humana. En consecuencia, debe ser tratado como persona desde el primer momento de su existencia.

Esto lleva a lo siguiente:

o   el diagnóstico prenatal y las manipulaciones en el embrión serán siempre ilícitas si la intención es abortar o someter al feto a riesgos desproporcionados;

o   gestar el embrión humano en el útero de un animal, la fi­sión gemelar (duplicación de un cigoto), el intento de obtener otro ser humano sin la unión sexual o la clonación, son total­mente inmorales ya que es un ataque directo a la dignidad del ser humano;

o   a recordar a la autoridad civil la obligación que tiene de prohibir explícitamente que los seres humanos, aunque estén en estado embrional, sean tratados como objetos de experimenta­ción, mutilados o destruidos. Por lo tanto, se debe afirmar que el uso de embriones o fetos humanos como objeto de experimentación constituyen un delito en consideración a su dignidad de seres humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacidoy a toda persona.

o   por último, se deberá promover una legislación que desau­torice los bancos de embriones, la maternidad sustitutiva y la in­seminación post mortem.

  • El aborto
 
El aborto es la interrupción voluntaria del embarazo, querido como fin o como medio, haciendo inviable el desarrollo natural del feto.

Para los creyentes la Tradición cristiana es clara y unánime, desde los orígenes hasta nuestros días, en considerar el aborto como desorden moral particularmente grave. Desde que entró en contacto con el mundo greco-romano, en el que estaba difundida la práctica del aborto y del infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en aquella socie­dad, como bien demuestra la Didaché («No matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido»). También Tertuliano afirma: «Es un homicidio anticipado impedir el nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre aquél que lo será». Puesto que debe ser tratado como una per­sona desde la concepción, el embrión deberá ser defendido en su integridad, cuidado y atendido médicamente en la medida de lo posible, como todo otro ser humano.

El aborto puede ser espontáneo (por expulsión natural y no tiene ninguna calificación moral por ser involuntario) y provo­cado (participa el hombre en la expulsión del feto).

El aborto provocado puede tener diversas denominaciones: el eugenésico, ocasionado por presuntas malformaciones del feto; humanitario, por el embarazo provocado por una violación; tera­péutico, producido por el riesgo de la vida de la madre; psicosocial, si el embarazo no es querido, etc.

Los creyentes deben saber que el Magisterio de la Iglesia considera el aborto un pecado grave, con pena de excomunión (aunque no se les aplica a los menores de 18 años, y a quienes ignoraban sin culpa que estaban infringiendo una ley o que llevaba aneja una pena), no sólo a quien procura el aborto sino también a los llamados cooperadores necesarios, es decir, si éste no se hubiera cometido sin su ayuda.

Desde el punto de vista médico, hay que decir que la medicina ha ratificado que:

a) desde el momento de la concepción hay una nueva vida, distinta de la madre («Es bien conocido, y está científicamente demostrado más allá de toda duda, que el individuo se origina al fusionarse las células de sus progenitores en el mo­mento de la fecundación (...). Así pues, el origen de la vida está en el momento en que el espermatozoide y el ovocito se juntan». Declaración de la Real Academia Na­cional de Medicina. 17 de mayo de 1983.

«El principio de la vida humana, desde el punto de vista científico, ocurre en el mismo instante de la fecundación. Este criterio es aceptado por los científicos e in­vestigadores médicos de todo el mundo». Declaración del Consejo General de Cole­gios Oficiales de Médicos de España. 19 de febrero de 1983.

No puedo resistir la tentación de transcribir un texto de un Premio Nobel de Medi­cina. Lean lo que dice: « ¿Cómo debemos tratar al óvulo fecundado? «Como si fuera una persona humana», nos aconseja la Instrucción de Ratzinger. En este caso, cualquier aborto constituiría un homicidio, incluso en las primeras semanas de embarazo (...).

No es fácil formular veredictos definitivos en este terreno. Está claro que existe una continuidad entre el momento de la concepción y la vida adulta, por lo que -en abstracto- matar al ovocito fecundado equivale a matar al individuo 30 o 60 años más tarde. Pero también es importante la percepción que nosotros tenemos de la persona humana: un óvulo fecundado y el embrión en que se desarrolla, durante un cierto tiempo, no pueden ser reconocidos como personas, desde ningún punto de vista. ¿A partir de qué momento podemos empezar a considerarlo «humano»? Y, ¿en qué mo­mento deja de ser embrión para convertirse en un niño? Es una discusión que no tiene final. A falta de parámetros objetivos y de pruebas científicamente irrefutables, la de­finición de estas fronteras queda confiada a las creencias individuales, a las supersti­ciones, a la moral vigente en una determinada época histórica, a los dogmas de la reli­gión o. también, al arbitrio del legislador de cada país». INGENIEROS DE LA VIDA. Medicina y ética en la era del ADN. Renato Dulbecco (Premio Nobel de Medicina), con Ricardo Chiaberge. pág. 85, Ediciones PIRAMIDE. S.A. 1989. Madrid.

¿Cómo se puede negar la evidencia? El mismo reconoce que hay «continuidad entre el momento de la concepción y la vida adulta» y que «en abstracto, matar al ovocito fecundado equivale a matar al individuo 30 o 60 años más tarde». Pero para justificar su postura abortista, da un quiebro y fundamenta todo su «razonamiento» en que no es «perceptible» por los sentidos. Es decir, lo que no se «ve» no «es». Así desaparecería parte de la realidad. Un investigador reconoce que en la célula está todo el equipamiento cromosómico que da continuidad desde la fecundación hasta la vida adulta, aunque no tenga la «forma» de niño. Por lo tanto, eliminar un óvulo fe­cundado es matar a un ser vivo que puede llegar a adulto.

«Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal. En realidad, «desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces (...)». Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen «una indicación preciosa para discernir ra­cionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana? (...) «El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de este mismo momento se le deben reconocer los derechos de la per­sona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida». Evangelium vitae, n.60

b)  las condiciones clínicas para que se dé el aborto terapéutico son nulas (sólo es lícito, con causa grave, provocar el nacimiento anticipado de un feto ya viable). «Esta Academia se cree en el caso de advertir que en el estado actual de la Medicina, la posibilidad de que una gestación interfiera con un riesgo vital inminente para la gestación es remota, cuando no inexistente», cit. Real Academia Nacional de Medicina.

c)  no hay seguridad de prevención de malformaciones congénitas. «Respecto a esta indicación (malformación grave o subnormalidad) hay que decir que es más teórica que real, ya que los diferentes métodos empleados para la detección prenatal de anormalidades, no son ninguno de resultado seguro». Ibid.

d)  no es racional matar al feto en caso de violación. Siempre habrá que defender al más débil y en este caso es el feto. «Sin comentar lo raro que son los embarazos en esta circunstancia, y aún admitiendo que alguno pudiera producirse, no parece humano ni justo penalizar al fruto de un delito cometido por uno de sus progenitores». Ibid.

En resumen, hay que defender los derechos del nasciturus (derecho a la vida). Por lo tanto, cualquier acto que lleve a la muerte del feto, es un acto horrendo, pues, es un ser inocente, añadiendo al asesinato los agravantes de abuso de fuerza y aberración por que la madre mata a su hijo. El derecho a la vida del inocente también debe ser un elemento consti­tutivo de la sociedad civil y de su legislación y como tal debe ser reconocido y respetado tanto por la sociedad civil, como de la au­toridad política. Cuando una ley positiva priva a una categoría de seres humanos de la protección que el ordenamiento civil les debe, el Estado niega la igualdad de todos antela ley. Cuando el Estado no pone el poder al servicio de los derechos de todo ciudadano, y particularmente de quien es más débil, se quebrantan los fundamentos mismos del Estado de derecho.
 

II.   Algunos problemas éticos que suscita la conservación de la vida

Mantenimiento de la vida

Los temas que se plantean son: el homicidio, la tortura física, la manipulación psíquica, la pena de muerte, la drogadicción, el suicidio...

  • El suicidio
Es causarse la propia muerte. El suicido contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor al prójimo porque rompe injusta­mente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. Puede dividirse en directo e indirecto:

o   Suicidio directo. Es causarse violenta y voluntariamente la propia muerte (p. ej.: ahogándose voluntariamente).

o   Suicidio indirecto. Tiene lugar cuando la muerte se permite buscando otra finalidad. También es ilícita, a no ser que exista una causa proporcionada. Esta causa proporcionada se da cuando lo requiere el bien público, el bien ajeno, la atención a enfermos contagiosos, etc.

Está comprobado que en las sociedades profundamente reli­giosas se dan menos suicidios. Cuando el hombre trata a Dios encuentra sentido a su existencia, aunque haya momentos muy du­ros. Caso aparte son los suicidios por trastornos psíquicos, que no suponen culpabilidad.

  • Trasplantes y experiencias médicas
La medicina progresa e innova en las técnicas médicas, mu­chas de ellas perfectamente compatibles con la ética. Pero hay que tener en cuenta que las investigaciones o experi­mentos con el ser humano no pueden legitimar actos que en sí mismos son contrarios a la dignidad de la persona y a la ética. Ningún ser humano debe ser tratado sólo como un medio para el progreso de la ciencia.

Los trasplantes son perfectamente éticos. El trasplante de órganos es conforme a la ética si los daños y los riesgos físicos y psíquicos que padece el donante son proporcionados al bien que se busca para el destinatario. También podemos afirmar que la donación de órganos después de la muerte es un acto noble y meritorio, que debe ser alentado como manifestación de solidaridad generosa. No obstante, el donante o sus representan­tes han tenido que dar su consentimiento, pues aún siendo lícita en sí misma, puede llegar a ser ilícita, si viola los derechos o sentimien­tos de terceros a quienes compete la tutela del cadáver: los parientes cercanos en primer término; pero podría incluso tratarse de otras personas en virtud de derechos públicos o privados.

También son lícitos los trasplantes entre vivos de órganos do­bles pues es lícito solidarizarse para salvar la vida de otro. No obstante, una persona sólo puede donar algo de lo que puede privarse sin serio peligro o daño para su propia vida o identidad personal, y por una razón justa y proporcionada. Resulta obvio que los órganos vitales sólo puedan donarse después de la
muerte.
Estas donaciones de órganos pueden ser un acto de caridad, si la dona­ción es plenamente libre y gratuita, y respeta el orden de la justi­cia y de la caridad.

Las experiencias médicas con personas, si siguen las leyes deontológicas mundiales, en principio son lícitas. Se justifican por el interés de la medicina, por el bien de los pacientes y por el interés de la sociedad, siempre que tengan una esperanza fundada de éxito.
 

  • La mutilación
Sólo es lícita si hay una causa grave como puede ser la salva­ción de la vida, en la que se tiene que extirpar un tumor maligno y además un miembro del cuerpo.

  • Las drogas
 
El conocimiento de las drogas es muy antiguo. Se utilizan para:

o   quitar el dolor;

o   entrar en una situación de placer. Su uso inflige muy graves daños a la salud y a la vida humana. Fuera de los casos en que se recurre a ello por prescripciones estrictamente terapéuti­cas, es contrario a la ética. La producción clandestina y el tráfico de drogas son prácticas escandalosas: constituyen una cooperación directa, porque incitan a ellas, a prácticas gravemente contrarias a la ética.

El uso de drogas para evitar el dolor es lícito pero debe cui­darse la dependencia que crea y por tanto deben tomarse bajo prescripción facultativa.

Cuando se toman solamente para producir placer o sensa­ciones diferentes son injustificables.

La división entre drogas blandas (marihuana, hachís, etc.) y duras (heroína, cocaína, etc.) puede llevar a malentendidos. La realidad es que las blandas llevan a las duras creando todas una dependencia psí­quica.

Éticamente se considera como una mutilación psíquica el uso de drogas duras. El uso de drogas blandas también es ilícito por la relación que tiene con las drogas duras.

Defensa de la vida

Si decíamos que el hombre no es dueño y señor de su propia vida tampoco puede disponer de la de los demás: incurriría en un grave delito (homicidio, tortura, terrorismo, etc.). La razón primordial de estos problemas es la propia dignidad de la vida humana que nos da Dios y que sólo Él puede quitar, por lo que el hombre es un mero administrador de ella. Podemos dis­tinguir los siguientes casos:

  • El homicidio
Consiste en producir la muerte voluntaria a una persona. Al igual que en el suicidio hay que recordar que la vida (en este caso, la ajena) hay que respetarla. No obstante, una formulación mas precisa sería: «no matarás a un hombre de un modo arbitrario».

El homicidio tiene dos características:
o   voluntario. Si se pretende la muerte de otra persona. Tam­bién puede darse por omisión si no se evita una muerte por negli­gencia (p. ej.: el médico que desconoce algunas terapias por ne­gligencia y ocasiona la muerte del paciente);

o   injusto. Si no procede de la legítima defensa o en caso de guerra defensiva.

§  Cabe una referencia al homicidio involuntario por negligen­cia o imprudencia. La gravedad en estos casos deberá ser juzgada por la responsabilidad que se tenga. El homicidio involuntario no es éticamente imputable. Pero no se está libre de falta cuando, sin razones proporcionadas, se ha obrado de manera que se ha seguido la muerte, incluso sin intención de causarla.

§  Desde el punto de vista ético el homicidio es uno de los hechos más graves al causar un mal irreparable. Además lleva con­sigo la obligación de compensar económicamente a los herederos.

  • El terrorismo y la tortura.

El terrorismo es un verdadero ase­sinato que no se puede justificar, pues produce la muerte de ino­centes. El terro­rismo amenaza, hiere y mata sin discriminación; es gravemente contrario a la justicia.
 
Los secuestros y el tomar rehenes son éticamente ilícitos: es tratar a las personas sólo como medios para obtener diversos fi­nes, privándolos injustamente de la libertad.

Aunque en otras épocas algunos moralistas legitimaban la tor­tura, en la actualidad tenemos que rechazarla sin excepción. La tortura se puede calificar como contra­ria al respeto de la persona y de la dignidad humana.

La muerte del injusto agresor

Los casos lícitos en que en defensa de la propia vida se da la muerte del injusto agresor son los siguientes:

  • La legítima defensa.
Cuando una persona es atacada injusta­mente, si debe elegir entre su vida y la del que le ataca, puede ma­tar en defensa propia. La legítima defensa de las personas y sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida: el otro, la muerte del agresor... solamente es querido el uno; el otro, no. Sin duda alguna, el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los demás son la base de un verdadero derecho a la propia defensa».

La legítima defensa puede incluso ser un deber grave para quien es responsable de la vida de otro o del bien común. Para que esa defensa sea lícita deben darse las siguien­tes condiciones:

o   que sea una agresión injusta (no lo sería matar a un policía siendo el que se defiende un atracador);

o   que la defensa sea no sólo cuando el atacante es consciente sino cuando sea producto de una agresión de un loco, un drogadicto, un borracho, etc., y que no se proponga la muerte del que le ataca sino poner a salvo la propia vida;

o   que sea una agresión física actual. No se daría este supuesto cuando uno matara al agresor por una agresión que ya ha pasado y que no es actual. En estos casos no sería defensa sino venganza ilícita. Los posibles daños futuros se protegen de otro modo: denunciándolo a la policía, pero no matando. Hay que insistir en que la muerte es permitida, pero no intentada. Lo que se intenta es la defensa de la propia vida, no la muerte del agresor;

o   que no pueda defenderse de otro modo (p. ej.: rogándole, hiriéndole, huyendo, etc.).

  • La guerra
Es el enfrentamiento violento, con muertes, entre dos comunidades sociales. Todas las consecuencias de las guerras (muertes, torturas, ruina económica, etc.) han hecho que no sea deseada como medio de resolver los problemas entre los pue­blos. No obstante, en casos extremos, la guerra aparece como la única solución para rechazar una agresión injusta. Por eso, existe una «legítima defensa mediante la fuerza militar». Pero «la gra­vedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones riguro­sas de legitimidad ética. Es preciso a la vez:

o   Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comu­nidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.

o   Que todos los demás medios para poner fin a la agresión ha­yan resultado impracticables o ineficaces.

o   Que se reúnan las condiciones serias de éxito.

o   Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.

No obstante, se entiende por causa justa sólo la guerra de­fensiva. La guerra ofensiva es muy difícil de justificar. En la práctica se diluyen las diferencias entre guerra defensiva y ofen­siva y más con el armamento bélico moderno y los pactos inter­nacionales.

Caso a tener en cuenta, máxime en tiempos de paz, por parte de los poderes públicos es el de la objeción de conciencia. Los poderes públicos deben atender equitativamente al caso de quienes, por motivos de conciencia, rehúsan el empleo de las armas; éstos siguen obligados a servir de otra forma a la comunidad hu­mana.

Al tratar de la guerra, tenemos que hacer una referencia obli­gatoria a la paz. Los hombres tenemos que procurar ser sembradores de paz y de ale­gría. Y la paz no puede alcanzarse en la tierra sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pue­blos, la práctica asidua de la fraternidad. Es obra de la justicia y efecto de la caridad.

  • La pena de muerte
Ha sido practicada por muchas culturas y en la actualidad hay muchos países que la mantienen. El cristianismo, sin oponerse ra­dicalmente en épocas anteriores, contribuyó a que se diese en me­nos casos. La tendencia abolicionista no surge hasta el siglo XIX.

Los argumentos a favor y en contra son muchos para ambas posturas. Los partidarios de la pena de muerte razonan diciendo que al igual que es lícita la legítima defensa, la pena de muerte tam­bién lo es como legítima defensa de toda la sociedad ante los crimi­nales.

A la exigencia de tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado para con­tener la difusión de comportamientos lesivos de los derechos hu­manos y de las normas fundamentales de la convivencia civil. La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar pe­nas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, ad­quiere un valor de expiación. La pena, finalmente, además de la de­fensa del orden público y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe con­tribuir a la enmienda del culpable.

Si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad debe limitarse a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.

Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo ino­fensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo ya no existen. En conse­cuencia, se puede afirmar que la pena de muerte no es justificable en la actualidad, en el mundo moderno civilizado.
 

III.   La enfermedad y la muerte

Ante el tema de la muerte y del dolor se plantean agudos inte­rrogantes que, en ocasiones, no se solucionan positivamente. Por eso, la ética no sólo es una moral para vivir bien, sino para morir bien. Hay que vol­ver a darle el sentido relativo a esta vida. Por lo tanto, el dolor y la muerte tienen sentido. Por el contrario, algunos confunden fácilmente las soluciones ante el dolor, introduciendo el tema de la eutanasia, cuando para el dolor, desde hace mucho tiempo, se tienen los remedios anal­gésicos.

  • La analgesia
La analgesia (tratamiento para disminuir el dolor) es com­pletamente ética y lícita en el remedio de la enfermedad, que no sólo producirá la muerte sino también en los casos que puede ser vencida. El uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con riesgo de abreviar sus días, puede ser éticamente conforme a la dignidad hu­mana si la muerte no es pretendida, ni como fin ni como medio, sino solamente pre­vista y tolerada como inevitable. Como hemos visto anteriormente, las dro­gas tienen un fin terapéutico, como es el alivio o supresión to­tal del dolor.

En algunos casos, esta atenuación del dolor puede llevar a la pérdida de la conciencia. Para que sea lícito debe:

o   ser resultado indirecto de un tratamiento;

o   indicársele que ponga en orden sus asuntos temporales: tes­tamento, etc.;

o   si es posible, se prefiere que lo pida también el enfermo.

  • La ortotanasia y la distanasia
Todo enfermo tiene derecho a morir con dignidad, por lo tanto no es aceptable alargar la vida más de lo debido o adelantarla an­tes de lo conveniente. Estas situaciones se las conoce con el nombre de:


o   ortotanasia. Práctica médica en la que no se le aplican medios extraordinarios. Esta actuación médica es lícita cuando el enfermo se halla en estado terminal;

o   distanasia. Alargar irrazonablemente, es decir, más de lo debido, la vida del enfermo por diferentes motivos: familiares (herencia), políticos (el jefe de gobierno), etc. Esta actuación médica es ilícita pues no respeta el derecho a una muerte digna.

Los medios para alargar la vida pueden ser ordinarios y extraordinarios, aunque es mejor hablar de proporcionados. Siem­pre se deben aplicar los medios ordinarios o proporcionados al enfermo, pero se pueden dejar de aplicar los extraordinarios a un enfermo con una patología irreversible. En cambio, aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona enferma no pueden ser legítimamente interrumpidos. Cuando se ponen irracio­nalmente los medios para alargar la vida del enfermo se llama en­sañamiento terapéutico, o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o bien por ser demasiado gravosas para él o su familia. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia: expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte.

Todo hombre tiene su hora final, y no hay por qué alargar una vida cuando un enfermo está ya clínica­mente muerto. Algunas veces, se producen conflictos éticos ya que no se sabe bien en qué momento se puede decir que el en­fermo está ya desahuciado, porque en algún caso ha sobrevivido a una muerte segura.

  • La eutanasia
Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. Es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación delibe­rada y moralmente inaceptable de una persona humana. Se­mejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio. Con otras palabras, lo que busca la eutanasia es la muerte sin dolor del enfermo incurable, minusválido o anciano. Y es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin «dulcemente» a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Esta solución no es lícita jamás. La eutanasia empleada desde antiguo por los paganos, no es otra cosa que un asesinato encubierto.


Se pueden distinguir los siguientes casos de eutanasia:

o  positiva: quitar la vida, normalmente con un fármaco;

o  negativa: omitir los medios ordinarios para vivir;

o  eugenésica: eliminar toda vida sin valor.

Ninguno de los tres casos previstos puede ser lícito ni justifi­cable por una falsa compasión.

En los debates políticos acerca de la eutanasia se invocan con frecuencia cuestiones que poco o nada tienen que ver con ella (Reflexiones de Mons. Ángel Rodríguez Luño, profesor Ordinario de Teología Moral de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), y consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe).

Nadie niega que cualquier ciudadano tenga la facultad de rechazar aquellos tratamientos que, aunque los aconseje el médico, no se consideran convenientes. Compete a la conciencia personal valorar si el rechazo de un tratamiento en un caso concreto es compatible con el deber ético de cuidar la propia salud. Pero a nivel jurídico y político se debe reconocer a todos la facultad de autodeterminación en ámbito terapéutico, que se expresa en el principio deontológico del consentimiento informado. Aquí está en juego el principio de libertad, en virtud del cual tampoco se puede obligar al médico a obrar contra ciencia y conciencia. Dejando de lado ahora las intervenciones que se hayan de hacer ante una verdadera urgencia clínica, cuando en un caso concreto surjan dudas acerca de la legalidad de la decisión del enfermo o de la actuación del médico, el problema deberá ser puesto en conocimiento de la autoridad judicial, pero no se debe proceder a la coacción por iniciativa privada.

Existe también un amplio acuerdo sobre el hecho de que no tiene sentido insistir con tratamientos fútiles o prácticamente inútiles en enfermos cuya muerte inminente es inevitable, y frente a los cuales la única actitud acertada es aceptar su situación terminal, aliviar el sufrimiento a través de los cuidados paliativos, y proporcionar el apoyo emocional y humano necesario para garantizar que los últimos momentos se vivan, desde todos los puntos de vista, del mejor modo posible.

Me parece que también está bastante claro que en la fase terminal o casi terminal de muchas enfermedades puede existir una legítima diversidad de opiniones acerca de cuáles sean las intervenciones médicas más convenientes. El problema se debería resolver mediante un diálogo claro y sereno entre los médicos, el enfermo (si está en condiciones de entender y valorar su situación) y la familia. La relación entre ellos se ha descrito muy apropiadamente como “alianza terapéutica. En principio sería preferible que la legislación del Estado no tuviera que entrar en estas materias, porque se corre el riesgo de establecer principios bastante inadecuados. Piénsese por ejemplo en la expresión “derecho a la sedación terminal”. Siguiendo esa lógica habría que hablar también del “derecho a los antibióticos” o del “derecho a los antiinflamatorios”. Si se quisiese decir que estos fármacos se deben poder administrar cuando están médicamente indicados, esas expresiones serían aceptables, pero al menos en muchos casos innecesarias. El uso de estas expresiones en un texto legislativo parece indicar más bien que el enfermo o su familia pueden reivindicar el uso de esos principios farmacológicos frente a alguien que, según ciencia y conciencia, no los considera indicados. Se corre el peligro de concebir el hospital como un restaurante, en el que el cliente llega y ordena lo que le apetece tomar, quedando reducido el papel del médico al de un camarero que sirve lo que se le pide. Una tal concepción de la asistencia sanitaria por parte de la legislación de un país constituiría un serio problema ético-político.

En todo caso la eutanasia consiste en otra cosa, a saber, en realizar una acción o en omitir un cuidado básico con el propósito de causar directa e intencionalmente la muerte de otra persona o la muerte propia. Desde el punto de vista de la conciencia personal esta acción merece una valoración negativa, de la que ahora no nos ocupamos. El problema ético-político comienza cuando la acción de procurar o de procurarse directamente la muerte se quiere considerar legal, y se agrava cuando se pretende además que el sistema sanitario debe ocuparse de procurar la muerte; es decir, cuando se piensa que los hospitales deberían tener también un servicio en el que la familia ingresa, por ejemplo, a un pariente en una situación estable de estado vegetativo y, pasadas unas horas, se lo devuelven bien empaquetado en un ataúd.

Para justificar la existencia de estos servicios eutanásicos, algunos afirman que una situación clínica estable puede ser tan negativa y sin sentido que se haga bueno y conforme al derecho un protocolo dirigido intencionalmente a acabar con la vida de la persona que se encuentra en esa situación. Se piensa por tanto que la enfermedad puede convertirse en un mal de tal dimensión como para justificar la transgresión del principio jurídico y político “no matarás” (a sí mismo o a otra persona), que significa “no quitar intencionalmente la vida”, “no programar una acción u omisión que causará la muerte de alguien”.

Muchos otros aunque reconocen la extrema dramaticidad de algunas situaciones clínicas, y aceptan que en tales situaciones no se debe insistir en el tratamiento o en la utilización de equipos para prolongar la vida de forma precaria y penosa, sin embargo, niegan que en esas situaciones pierda validez el principio jurídico universal “no matarás”. También niegan que lo único o, en todo caso, lo mejor que los familiares, el sistema sanitario y la sociedad puedan hacer con quienes se encuentran en esta situación sea acabar con su vida.

Desde el punto de vista ético-político, la razón de mi posición es que la cultura jurídica de los países civilizados ha tenido que resolver a través de los siglos, conflictos de todo tipo: criminales, raciales, religiosos, económicos, e incluso de supervivencia; pero a lo largo de los años se ha consolidado siempre más el convencimiento de que la justa solución de cualquier conflicto tiene un límite que no se puede superar, y tal límite es el principio “no matarás”. Este principio ha desempeñado un papel pacificador universal en la medida en que se consideraba como universalmente válido, es decir, válido siempre y para todos, incluso en casos extremos. Si se piensa que es conforme al derecho que tal principio pueda ser ignorado alguna vez, se podrá considerar también conforme al derecho, que sea ignorado más veces. Si por una causa puede perder su vigencia, también la podrá perder por otras, dependiendo de las cambiantes concepciones y sensibilidad de los hombres de cada período histórico.

La experiencia ha demostrado que en los países donde existe la posibilidad legal de acabar con la vida de quienes lo pedían en casos verdaderamente extremos, se ha pasado gradualmente a quitar la vida también a quienes no lo requerían. Este es un hecho documentado y sobre el que no vale la pena discutir. Si existen situaciones que justifican la pérdida de validez el principio “no matar”, entonces cuáles sean estas situaciones es una cuestión abierta sobre la que cada persona, cada tribunal de justicia, cada Estado podrá elaborar sus propias concepciones.

Existe además otra razón que ya hemos mencionado. La política moderna nace con la intención de que los hombres se convenzan de que es mejor para ellos renunciar a su agresividad, a su propia capacidad de autodefensa, a la búsqueda incondicional de sus intereses, para fundar un Estado, que tendrá el monopolio de la fuerza, para defender más eficazmente la vida, la libertad, la justicia, etc. según un orden capaz de coordinar justamente los intereses y expectativas de todos. El Estado nació para garantizar bienes como la vida, la libertad, la igualdad, la salud. El Estado no se constituye para procurar la muerte de sus ciudadanos. En nuestra sociedad hay por desgracia personas que matan y que se suicidan, así como hay diversas formas de explotación. Pero estas tristes realidades han sido siempre consideradas y siempre se deberán considerar como contrarias al derecho. El Estado y la sociedad, o si queremos el sistema sanitario, no pueden tener un servicio para quitar la vida. Cada uno pensará lo que le parezca mejor; y quien actúa en situación de necesidad o víctima de la desesperación debería de gozar ante un tribunal de justicia de todas las circunstancias atenuantes y de toda la comprensión del caso, pero a las estructuras sanitarias y al personal médico no se les puede pedir ciertas cosas por parte de nadie, ni siquiera por un alto tribunal de justicia.

Invocar cuestiones como la laicidad del Estado es sólo querer aumentar la confusión. Norberto Bobbio, que conocía como pocos las bases de la política moderna y que personalmente no era creyente, escribió: “Me sorprende que los laicos [en el sentido de “no creyentes”] dejen a los creyentes el privilegio y el honor de afirmar que no se debe matar. Igualmente engañoso es invocar la libertad y los derechos de autodeterminación. El Estado moderno nace para defender la vida y la libertad, pero no puede admitir la libertad de matar ni la libertad de suicidarse, así como no puede admitir la libertad de robar o la de usar la violencia. Ya dijimos antes que la libertad es la forma más digna de vida que hay en este planeta, la vida humana. Si la libertad se ejerce contra la vida, se convierte en una fuerza auto-contradictoria que no puede ser un principio de estructuración de la vida social y política.

En favor de la legalización de la eutanasia tampoco cabe apelar razonablemente a la neutralidad del Estado. Existe un sentido en el que el Estado debe ser neutral, a saber, en cuanto ha de tratar a todos los ciudadanos según las mismas leyes, sin admitir distinciones originadas en elementos jurídicamente no relevantes. Esta neutralidad o imparcialidad no significa que el Estado sea indiferente ante cualquier concepción del bien o de la política, sino que, por el contrario, se encuadra y se justifica precisamente en la concepción ético-política a la que antes nos hemos referido, hablando del ethos de la vida, de la libertad y de la justicia, o bien de la ética de los derechos humanos. El Estado no puede ser neutral ante quien niega los derechos humanos, o ante quien pone en tela de juicio la igualdad fundamental entre los ciudadanos o entre el hombre y la mujer.

Hay otra concepción de la neutralidad que consiste en afirmar que la actividad legislativa y de gobierno se reduce a la regulación pacífica de todas las orientaciones ideológicas que existen de hecho en una determinada sociedad. Sobre los puntos que no registran consenso, el Estado debería retirarse a un terreno neutral en el que todos, o al menos la mayoría, esté de acuerdo. Así se respetaría la igualdad, la autonomía y la autodeterminación de los ciudadanos. Según esta concepción, el Estado debería proceder a la legalización de la eutanasia si una minoría considerable así lo desease.

Sobre esta concepción de la neutralidad, para mí inaceptable y rechazada también por muchos teóricos del liberalismo, haría falta hacer largas reflexiones. Aquí me limitaré a señalar que una neutralidad de este tipo es sencillamente imposible. Declararse neutral ante el valor de la vida, entendido en el sentido mínimo de que el Estado no puede procurar la muerte de sus ciudadanos ni consentir que otros la procuren, significa, en la mejor de las hipótesis, afirmar que el derecho a la vida carece de importancia, al menos cuando una minoría significativa así lo considere. Y esto no es una posición neutral, sino una precisa y bien concreta concepción del bien y de la política, opuesta a la que hasta ahora ha hecho posible nuestra vida en común.

Actualmente representa una cierta dificultad para algunos comprender que la ética de los derechos humanos, y más precisamente la de los derechos de libertad, pueda fundamentar también prohibiciones. A este propósito se ha dicho acertadamente que la experiencia política moderna ha pasado, de una comprensión de los derechos fundamentales como meras libertades del individuo ante el Estado, a una comprensión más institucional de tales derechos: ya no son sólo libertades del individuo garantizadas frente a las injerencias del Estado, sino que expresan también un orden de valores que la comunidad política ha de llevar a cabo. Los derechos fundamentales no son solamente libertades ante el Estado, sino en el Estado. Importantes estudios han contribuido a establecer que los derechos fundamentales, especialmente el de la vida, además de garantizar la inmunidad frente al Estado, confieren también al individuo el derecho de ser protegido —mediante disposiciones legales— de las injerencias de otras personas.

En este punto, algunos se lamentan de la índole represiva que podría tomar el derecho. Soslayando la parte de demagogia que nunca suele faltar en este tipo de acusaciones, querría que alguien me explicara cómo es posible reconocer y tutelar cualquier derecho humano sin tener que constreñir jurídicamente a los ciudadanos a no llevar a cabo ciertas acciones frente a terceros. Acertadamente ha escrito P. Häberle que “si la libertad del individuo no se tutelase penalmente contra la amenaza proveniente del abuso de libertad por parte de otros, ya nunca cabría hablar del significado de la libertad para la vida social del conjunto. Se impondría el más fuerte. El resultado completo al que tienden los derechos fundamentales se pondría en discusión, pues hasta la realización individual de las libertades resultaría seriamente amenazada.

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Lo que hemos dicho hasta ahora se debe aplicar análogamente a otros problemas bioéticos en los que está en juego el derecho a la vida, especialmente al aborto, que constituye quizá su violación más grave y extendida, y sobre el que ahora no me voy a detener. Quisiera concluir expresando sintéticamente que la intención principal de estas consideraciones ha sido mostrar que cuando el Estado introduce en el ordenamiento jurídico el principio de la inviolabilidad absoluta de la vida humana inocente, no está aceptando un principio confesional ni, en cualquier caso, un criterio extraño a la idea moderna de la politicidad. Ese principio responde, en cambio, a uno de los valores sustanciales —la vida— y a uno de los principios fundamentales —el de igualdad— en los que se basa la cultura política moderna. N. Bobbio respondía acertadamente, a quien se remitía al pacto social para defender el aborto, “que el primer gran escritor político que formuló la tesis del contrato social, Thomas Hobbes, mantenía que el único derecho al que los contrayentes no habían renunciado al entrar en sociedad era el derecho a la vida. El respeto del derecho a la vida ha sido, es y será el distintivo fundamental de una cultura política que la conciencia humana pueda sostener sin avergonzarse.

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