lunes, 4 de mayo de 2015

I. La sociabilidad de la persona humana

 

El carácter natural de la sociedad y el fin de la vida social


No se puede prescindir de las relaciones interpersonales, el ser del hombre es coexistir, pertenece a su esencia vivir en sociedad

Si el ser hombre es ponerse en marcha libremente hacia los fines  propios  de un ser inteligente adquiriendo hábitos y autoperfeccionándose, esto no puede comenzar sin educación y no puede continuar sin convivir con otros.

Frente a la concepción de que la convivencia con los demás pertenece a la naturaleza humana, en los siglos XVII y XVIII nace la idea de que la sociedad es una convención que el hombre se ve obligado a admitir y que la vida social descansaba en un contrato mediante el cual los hombres se pusieron de acuerdo para convivir. De ahí nace el individualismo.
 

     
    La educación, la amistad, la virtud, los valores, la justicia, son los bienes que constituyen el fin de la vida social pues sólo en ella se pueden alcanzar. Por tanto, el fin de la vida social es la felicidad de la persona, y la sociedad y sus instituciones deben ayudar a ser felices y plenamente humanos a los hombres.


El hombre sólo alcanza su realización con los demás. Corresponde al con­junto de la sociedad y no sólo a cada individuo aislado conseguir los bienes que constituyen la vida buena para sus componentes.

Elementos de la vida social


Los elementos de la sociedad son el lenguaje, la comunicación y el inter­cambio, que se hace con dinero.

También la organización de la acción conlleva la división del trabajo y la autoridad; ambas son condición de posibilidad del intercambio de bienes. La división del trabajo nace de la capacidad humana de producir más bienes que los que él necesita haciendo posible así el intercambio y el ocio.

La distribución adecuada de bienes y tareas es cuestión de otro de los ele­mentos de toda sociedad, el derecho. Todos los elementos se dan entrelazados.

 

La articulación de la vida social: las instituciones


La vida social se articula cuando una costumbre es aceptada por la socie­dad, originándose lo que hoy llamamos rol o función que es la asignación de una tarea determinada dentro de la división del trabajo.

Cuando un conjunto de roles se unifican bajo una organización autorizada y se regulan jurídicamente estamos ante una institución. Por eso, se dice que la vida social se articula por medio de instituciones. Estas instituciones son los principales agentes de cultura.

Las instituciones organizan el espacio humano hasta dar origen a la ciudad o agrupamiento de seres humanos para trabajar todos juntos. La ciudad tiene sus ventajas e inconvenientes pero lo que es cierto es que vivimos en un mundo urbano. 

  • Las instituciones y la autoridad política

  • En una sociedad la autoridad política se debería basar en el diálogo, la in­teligencia, la persuasión, la descentralización del poder. Que el que obedece tenga autonomía, confianza, responsabilidad e iniciativa.


Sociedad libre es aquella en la que todos tienen una participación en el mando de las tareas que les han sido asignadas, haciéndose dueños de ellas. Por eso, es imprescindible la comunicación, para que se dialogue y se aclaren las ra­zones de las órdenes.
  •  Las instituciones como comunidades

    Las instituciones se convierten en comunidades cuando hay en ellas auto­ridad política y además comunicación. Se tiene comunidad cuando hay un bien en el que todos participan y en el que todos comunican entre sí. Es la forma de la vida social por excelencia. Es una institución vivificada por los bie­nes comunes. Hay comunidad cuando el que manda y el que obedece compar­ten las razones, fines y motivaciones de la tarea común.


Quienes convierten una institución fría y oficial en una comunidad son las personas que están dentro de ella.

Una comunidad tiene un bien común, una ley común, una tarea, una obra e incluso una vida común.

La persona humana alcanza su plenitud cuando se integra en una verda­dera comunidad.
 
  • Los fines del hombre: tipos de institución 

Podemos distinguir hasta cinco tipos de fines humanos y sus instituciones correspondientes:

o   el hombre nace como hijo, necesita ser criado. La finalidad esencial de la familia es constituir el hogar donde el hombre y la mujer nacen, crecen, se reproducen y mueren. El hombre es un ser familiar;

o   para producir, la institución fundamental es la empresa. El conjunto de instituciones que la autoridad pone en marcha para atender esa organización: forma parte del Estado;

o   para mantener la justicia están las instituciones jurídicas y el aparato le­gislativo (poder legislativo, administrativo y judicial);

o   las instituciones educativas enseñan y las asistenciales velan por los hombre que no se valen por sí mismos;

o   todas estas instituciones estarán muy determinadas por la cultura, en­tendiendo por cultura el conjunto de saberes y obras humanas y las institucio­nes culturales que los guardan. Las más importantes son las que difunden unos criterios de conducta referidos al conjunto de la vida humana como son la mo­ral y la religión.
 
Los tipos de instituciones más apropiadas para enseñar la ética o la moral son la fa­milia y las instituciones religiosas porque abarcan toda la vida.

 La tradición


La tradición es muy importante para aprender de ella, conservar lo que merezca la pena, venerar los orígenes. El aprecio por la tradición despierta el sentido histórico de la existencia humana, pero el tradicionalismo, un aprecio excesivo a la tradición y a las viejas instituciones que suprime la necesidad de innovarlas y adecuarlas a los nuevos tiempos, en algunos casos se parece al fundamentalismo.

El planteamiento individualista de la vida social


Contra la comunidad nos encontramos las posturas individualistas y egoís­tas, ilógicas, porque el hombre no es autosuficiente y necesita de los demás. El individualismo separa la vida pública y la privada. En la privada se consideraría plenamente autónomo y en la pública buscaría la utilidad, el trabajo y la téc­nica. Lo público y lo privado ni se influyen ni se entrecruzan. El individua­lismo no acepta que lo común y los valores puedan ser públicos.

Lo que ocurre es que piensan que la única institución necesaria es el mer­cado y los individuos se relacionarían entre sí mediante contratos y convenios: todo es un mero pacto. El individualismo se ocupa poco de la cooperación y la solidaridad de los demás y de las consecuencias de sus acciones.

Algunos rasgos de la sociedad en la que vivimos


o   El avance de la ciencia con aumento del bienestar;

o   el retroceso de la miseria y el crecimiento de la esperanza de vida;

o   la globalización de mercados y el avance de las libertades en muchos países multiplica la velocidad y variedad de cambios, multiplicando el número, calidad e importancia de las obras humanas;

o   se ha prolongado la esperanza de vida y hay muchas más posibilidades, pero es una sociedad despersonalizada: es un sistema anónimo, formado por subsistemas anónimos. Pero no debemos caer en el funcionalismo que dice que el hombre es una mera función del sistema que no puede ser cambiado por singularidades y han de estar despersonalizadas para ser eficaces. Lo importante es que alguien conduzca el autobús, no si lo conduce éste o aquel;

o   habría que dotar de sentido humano a la burocracia. Las personas sin guiares están muy alejadas de los centros de poder, y el ejercicio de la autoridad es poco dialogado;

o   hay una ausencia de responsabilidad en los problemas públicos, contentándose con una libertad reducida al ámbito privado;

o   hay debilitamiento de las instituciones que no están vinculadas al Estado o a la empresa. Los valores pertenecen al ámbito privado y por tanto no se necesitan instituciones que los defiendan;

o   crisis de los valores y aparición de una sociedad muy materialista.

II. La participación social y las asociaciones intermedias


Algunos autores destacan la aparición de una nueva forma de sociedad donde las clases están más niveladas y los hombres valorados en relación con sus capacidades. Las fuerzas sociales presionan para intervenir de un modo más eficaz en todo lo que les concierne y, en consecuencia, en lo que dig­nifique a la persona humana (La complejidad de la sociedad contemporánea y el sur­gimiento de una nueva sensibilidad están agudamente retrata­das en la publicación del Prof. A. Llano. Vid. A. Llano, La nueva sensibilidad, Espasa Calpe, Madrid, 1988, y la extensa bibliografía ahí citada). Se observan, sin embargo, resistencias por problemas económicos, de influencia o de mera comodidad. Y sobre todo hay resistencias de tipo político.
 
Ahora bien, los grupos sociales no piden una mera protección estatal, sino una real «participa­ción». Los problemas no se resuelven solamente en términos políticos sino que la sociedad quiere ser protagonista del cambio y del quehacer cotidiano. Las transformaciones sociales no se realizan como fruto de concesiones por parte del Estado, ni siquiera por parte de los empresarios; lo que está en juego es el reconocimiento de la personalidad de unos grupos sociales que exigen el respeto de unos derechos naturales que por el devenir históri­co se han ido vislumbrando con mayor nitidez, con nuevos perfiles y matices. Parece cierto que los grandes objetivos de la política no pueden ser alcanzados sólo por el Estado. Cuando la sociedad los toma como suyos es cuando adquieren real­mente pleno vigor y eficacia. La política no puede quedar así desligada de la sociedad.

La Revolución Francesa trajo consigo un apar­tamiento de los grupos sociales del juego político, reduciéndose éste al binomio Estado-individuo. Esto hace referencia tanto a regímenes liberales o neoliberales, como a socialistas y comunistas, que hacen hincapié o en el individuo o en el Estado, respectivamente, y dejan marginada a la sociedad. Así, muchos esfuerzos políticos que redundan en el reconocimiento de una serie de libertades, están abocados al fracaso por mantenerse al margen del verdadero ritmo vital de la sociedad. La sociedad no acepta lo que se fragua al margen de ella, y por ello exige «participación», pasando del binomio Estado-individuo al esquema Estado-sociedad-individuo. Esto supone asociar a los clásicos prin­cipios políticos del bien común —entendido como fin del Estado—, y de la solidaridad —entendida como el deber de todos los ciudadanos de contri­buir al bien común—, el nuevo principio de la par­ticipación.
 
 
UN PRINCIPIO POLITICO: LA PARTICIPACION SOCIAL
 
 
Para hablar del principio de participación social resulta necesario referirse a la «socialización», que no es otra cosa que esta misma «participación». De aquí surge el pluralismo, que lleva consigo la con­figuración del Estado como árbitro a fin de que ordene el juego social. Hablar de participación supone, pues, que tanto la persona como la socie­dad tengan la máxima capacidad de actuación, sobre todo en muchas tareas que se adjudica el Estado y especialmente en la gestión de la denomi­nada esfera pública.
  
Se puede afirmar que la persona y los grupos sociales han alcanzado la mayoría de edad, y deben ejercer su propia libertad con la consiguien­te responsabilidad (teniendo presente que estos principios, junto con el de la igualdad, se derivan y condicionan la dignidad humana). En consecuen­cia, el «principio de participación social» da vida, al engarzarlo con la realidad social, a los grandes principios políticos. Así, tan importante es que las ideas del gobierno sean conocidas por la sociedad, como que la realidad social dé a conocer sus aspiraciones al gobierno. Pero, en todo caso, el nexo de unión no es otro que el de la «participa­ción social»: son las personas individuales, los ciu­dadanos, y sus polifacéticas asociaciones las prota­gonistas y el motor de todo cambio, así como de su quehacer cotidiano.

Redundando en estas ideas, aunque el hombre sea el sujeto de todo el entramado social, queda cada vez más patente que ha de organizarse en agrupaciones para superar sus limitaciones y con­seguir su fin. Como dice Legaz y Lacambra: «En la encrucijada en que se encuentra el hombre moderno, la socialización constituye una dimen­sión de su situación vital» (Legaz y Lacambra, L., Socialización, Administra­ción, Desarrollo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1971, pág. 6). No se puede confundir, sin embargo, la «socialización» con el socialismo, ya que éste es más un «estatismo», que persigue como uno de sus fines primordiales la estatificación de las fuerzas y de los organismos sociales.
  
La socialización, por el contrario, se caracteriza por ir de abajo hacia arriba. No acepta la injerencia del poder público en sus iniciativas y, cuando la hay, pierde la confianza de la sociedad. El Estado, si cabe expresarlo en estos términos, debe ir en busca de la acción social. Así, el lugar de encuen­tro resulta ser la coincidencia en sus objetivos, y ahí radicará la clave de la paz social.
  
Esa coincidencia no supone la suplantación de la sociedad. Por esto, las sociedades intermedias deberán disponer de la necesaria autonomía en su actuación y gobierno , sin que se pueda imponer desde afuera una regla­mentación de las actividades que vayan a realizar. Si los ciudadanos tienen el libre derecho de asociarse, como así es en efecto, tienen igualmente el derecho de elegir libremente aquella organización y aquellas leyes que estimen más conducentes al fin que se han propuesto.


·         PARTICIPACION Y SUBSIDIARIEDAD

El for­mar parte de las comunidades naturales interme­dias constituye un derecho natural que ha de ser respetado por la autoridad estatal. Aunque las sociedades privadas se den dentro de la sociedad civil y sean como otras tantas partes suyas, hablan­do en términos generales y de por sí, no está en poder del Estado impedir su existencia, ya que el constituir sociedades privadas es de derecho con­cedido al hombre por la ley natural, y la sociedad civil ha sido instituida para garantizar el derecho natural y no para conculcarlo; y, si prohibiera a los ciudadanos la constitución de sociedades, obraría en abierta pugna consigo misma, puesto que tanto ella como las sociedades privadas nacen del mismo principio: que los hombres son sociables por natu­raleza.
 
 
Pero además es conveniente e, incluso, indis­pensable en algunos momentos, la creación y con­solidación de estos organismos intermedios, sin los cuales el particular carece de amparo para alcanzar justas reivindicaciones. Es absolutamente preciso que se constituyan muchas asociaciones u organismos intermedios, capaces de alcanzar los fines que los particulares por sí solos no pueden obtener eficaz­mente. Tales asociaciones y organismos deben considerarse como instrumentos indispensables para defender la dignidad y libertad de la persona humana, dejando a salvo el sentido de res­ponsabilidad.
  
En otras palabras, lo que pueden hacer las sociedades intermedias no debe ser suplantado por el Estado. Esto no es otra cosa que el "principio de subsidiariedad". Al igual que no se puede quitar a los individuos y darlo a la comuni­dad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo, así tampoco es justo, constitu­yendo un grave perjuicio y alteración del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferio­res lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dársela a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros de la sociedad, pero no destruirlos y absorberlos. Juan Pablo II se pronunció en el mismo sentido en su discurso a la Organización de Estados America­nos: «La Santa Sede ve, en organizaciones como la vuestra, estructuras intermedias que promueven una mayor diversidad y vitalidad interna, en una determinada área, dentro de la comunidad global de naciones» (Juan Pablo II, Discurso a la OEA, 6-X-1979).

La tarea del Estado tiene siempre un valor de «suplencia» de la iniciativa individual y social, extensiva sólo mientras perduren las circunstancias que motivaron la intervención del Estado. No serían respetadas estas libertades de los ciudada­nos, ni en la letra ni en el espíritu, si prevaleciese la tendencia a atribuir al Estado y a las otras expre­siones territoriales del poder público una función centralizadora y exclusivista de organización y gestión directa de los servicios, o de rígidos con­troles, que acabaría por desnaturalizar su legítima función propia de promoción, de impulso, de integración y también —si es necesario— de suplencia de las iniciativas de las libres instituciones socia­les, según el principio de subsidiariedad.
 

·         PARTICIPACION Y ASOCIACIONES INTERMEDIAS

Si se acepta lo referido anteriormente, la política de socialización y participación debe avan­zar y concretarse en todos los terrenos de la activi­dad humana: económico, social, político, cultural... consiguiendo un progreso bien conjuntado. Por eso se suele afirmar que se está prefigurando, más que una sociedad de ciudadanos, una «sociedad de sociedades». «Hay más socialización de la que se observa y más de la que se quiere por los que no aspiran a ella» (Legaz y Lacambra,L., op. cit., pág. 1). Es cierto que en el orden económico-social es donde hasta ahora se ha dado un mayor progreso. No obs­tante, conviene distinguir nítidamente tres planos que deben considerarse por separado:

a)    El primero es el de la empresa, donde la ini­ciativa individual se mueve holgadamente.

b)   El segundo es el terreno de lo profesional, que se desarrolla a través de los colegios profesionales, las corporaciones y los sindicatos. En este sentido se puede decir que la finalidad de los sindi­catos no es la de movilizar al trabajador para la lucha de clases, sino la de estimular más bien la colaboración, lo cual se verifica principalmente por medio de acuerdos establecidos entre los trabajadores y los empresarios. Hay que advertir, además, que es necesario, o al menos muy conveniente, que a los trabajadores se les dé la posibilidad de expresar su parecer e inter­poner su influencia fuera del ámbito de su empre­sa, y concretamente en todos los órdenes de la comunidad política. Es aquí donde radican los intereses profesionales, que dan lugar a los deno­minados «grupos económicos de presión», un claro exponente del proceso de socialización.

c)     El tercero es el ámbito de los intereses fami­liares o microsociales: asociaciones de padres de familia, amas de casa, consumidores, etc., que pue­den legítimamente servir de contrapeso a las demás asociaciones intermedias. Siendo tan socia­les como lo pueden ser un sindicato o una empresa, deben, por lo tanto, ser oídos por el Estado.

Por último, además de los fines económico-sociales hay otros que podríamos englobar genéri­camente bajo el nombre de «culturales» o de «ocio»: artísticos, deportivos, educativos, etc., que deben encontrar un amplio cauce para su desarro­llo. También éstos se incluyen dentro de los fines sociales.

Volveremos más adelante sobre las asociaciones intermedias vinculadas al ámbito económico. Pero antes merecen un trata­miento especial los partidos políticos como un tipo peculiar de asociación intermedia. En efecto, las decisiones de la vida pública no han de ser toma­das al margen de los sujetos por ellas afectados. Por otra parte, el pluralismo, en la actividad tem­poral, y concretamente en la política, debe ser lo más amplio posible. De ahí que en la actualidad la forma más idónea de gobierno, adoptada por la mayoría de países, es la democracia a través de los partidos políticos.

Evidentemente, lo que se pide de los partidos políticos es que su actividad no se incline por intere­ses partidistas. La tutela del bien común es la justificación última de las varias opciones, cuya diversidad radica en última instancia en el terreno de las soluciones concretas a los diferentes proble­mas; si alguna de tales alternativas descansara en una ideología contraria al respeto del bien común, dejaría de ser una opción válida. Así, los partidos políticos deben promover todo lo que a su juicio exige el bien común; nunca, sin embargo, está per­mitido anteponer intereses propios al bien común.

En este sentido, y vinculando la actividad de los partidos políticos con la de las demás asociaciones intermedias, no es tarea fácil estructurar bien la so­ciedad, pero es el quehacer más importante de la política. La fortaleza de un pueblo depende más de su estructura social que de la forma de gobierno que adopte, porque los problemas de fondo son siempre de contextura social y de ellos depende la paz a ese nivel, una mejor distribución de bienes y una mayor libertad.


·         ASOCIACIONES INTERMEDIAS Y ESTADO ARBITRAL

Más aún, el proceso de socialización alcanza su punto álgido cuando se observa que los sindicatos, la banca, las universidades, las fundaciones, las multinacionales, etc., son auténticos «poderes sociales». Las decisiones políticas no se pueden tomar al margen de esta realidad. Hay un juego intersocial previo a cualquier decisión política, que debe además ser regulado jurídicamente. Por ello se puede hablar con propiedad de un «derecho intersocial».

Así, todos estos poderes sociales deben tener igualdad de oportunidades, y el Estado está obliga­do a abrirles cauces de participación formales y efectivos. Por ello, la fase de las relaciones interso­ciales es previa y la acción política posterior. Esto crea, sin duda, una dinámica muy vigorosa, por lo que no se puede ignorar o dejar de dar salida a estas fuerzas y energías de la comunidad. De ahí que, sin confundir esta propuesta con la fórmula liberal del Estado, en último término hay que regular un derecho político intersocial, y el Estado debe actuar como árbitro.

En otros términos, lodo el entramado social es un juego de intereses, afanes, deberes... que debe ser arbitrado por el Estado si se quiere conseguir que los grupos de presión económicos, políticos, sindicales, etc., no rompan el equilibrio social. El Estado se encuentra, indirectamente, al servicio de la sociedad; no al revés. La sociedad exige legíti­mamente del Estado dirección; no injerencia. Esto separa al mundo socialista del mundo libre. El intervencionismo sistemático representa el polo opuesto al verdadero ideal de sociedad y de Estado.

El Estado debe fomentar el encuentro de las fuerzas sociales cuando haya intereses en pugna. La democracia pluralista está basada en el reconoci­miento de las diferencias sociales, el respeto de las discrepancias, la igualdad de oportunidades. Esto supone, naturalmente, una gran responsabilidad y prudencia. (Conviene consultar, a este respecto, la obra de L. E. Palacios, La prudencia política, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1945, así como toda una serie de artículos aclaratorios publicados luego de su primera edición. Es tam­bién aguda la percepción de J. Pieper sobre esta virtud. Véase Las virtudes fundamentales, Madrid, Rialp, 1980, o «El arte de decidir rectamente» en La fe ante el reto de la cultura con­temporánea, Madrid, Rialp, 1980, donde muestra el carácter eminentemente práctico del hábito prudencial).

Así se pasa del «Estado-providencia» al «Esta­do-arbitral». Y así sale reforzado el Estado porque dirigirá el dinamismo social y evitará que éste salte por encima de sus legítimos cauces. Eso no quiere decir que el Estado deje de buscar el bien común cuando la sociedad no lo quiera o no lo desee: siempre lo hará, aunque nunca como mera injeren­cia sino en términos de supletoriedad. Y por lo tan­to, deberá volver a su posición arbitral cuando se hayan subsanado las dificultades. Una sociedad pluralista exige el arbitraje del Estado. Pero el árbi­tro dirige el juego, no juega; es, si se quiere, el aro­matizante que purifica el aire que se respira, gene­rando un ambiente social sano.
 

·         BREVE HISTORIA DE LAS ASOCIACIONES INTERMEDIAS
 
La acción del Estado, por una parte, y la del individuo, por otra, no son suficientes para consti­tuir el orden social. Es necesario que entre ellas se den las llamadas «asociaciones intermedias» o «sociedades intermedias», como veíamos anteriormente. Estas están formadas por las corporaciones profesionales, los sindicatos, las aso­ciaciones de vecinos, las de consumidores, etc. Cuando éstas han faltado se ha quedado el indivi­duo y la familia indefensos ante el Estado, que absorbe a la sociedad. Por eso, hay que recordar que disueltos en el pasado los antiguos gre­mios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la codicia de los competidores. También expresó muy clara­mente esta idea Juan XXIII cuando decía que: «es absolutamente preciso que se funden muchas aso­ciaciones u organismos intermedios, capaces de alcanzar los fines que los particulares por sí solos no pueden obtener eficazmente. Tales asociaciones y organismos deben considerarse como instrumen­tos indispensables en grado sumo para defender la dignidad y libertad de la persona humana, dejando a salvo el sentido de responsabilidad» (Juan XXIII, Pacem in tenis, n. 24).

Es un derecho fundamental de los trabajadores crear libremente organizaciones para defender y promo­ver sus intereses y para contribuir responsablemen­te al bien común. Si éstas fallan, el individuo y la sociedad se encuentran indefensas ante el Estado; y no sólo ante el Estado sino ante corporaciones muy poderosas, como las asociaciones empresariales. En consecuencia, los sindicatos se diferencian de las corporaciones en este punto esencial: los sindicatos modernos han crecido sobre la base de la lucha de los trabajadores, del mundo del trabajo y ante todo de los trabajadores industriales para la tutela de sus justos derechos frente a los empresarios y a los pro­pietarios de los medios de producción. Como dice Messner: «los sindicatos y las asociaciones de empresarios desempeñan una función de interés general que sobrepasa, a la inversa que en los casos anteriores (las asociaciones de consumidores y los trusts), la protección de sus propios intereses de grupo, de modo que realizan también una fun­ción de orden social. Esta función consiste en el afianzamiento de la paz social por medio del con­trato colectivo convenido dentro de cada rama pro­fesional» (Messner, J., Ética social, política y económica a la luz del derecho natural, Madrid, Rialp, 1967, pág. 690).

La disolución del entramado social no sólo afectó a los gremios, sino también a una gran variedad de «sociedades intermedias» que daban firmeza y coherencia a la sociedad de antaño. Existió, efectivamente, en el pasado un orden social que, aun no siendo perfecto ni completo en todos sus puntos, no obstante, dadas las circunstan­cias y las necesidades de la época, estaba de algún modo conforme con la recta razón.

Ahora se debe llenar este vacío con corporaciones intermedias más de acuerdo con los tiempos. Pues igual que, siguiendo el impulso de la naturaleza, los que se hallan vinculados por la vecindad de lugar constituyen los ayuntamientos, así ha ocurrido que cuantos se ocupan en un misma profesión constituyan ciertos cole­gios o corporaciones, hasta el punto que tales agru­paciones, regidas por un derecho propio, lleguen a ser consideradas por muchos, si no como esenciales, sí, al menos, como connaturales a la sociedad civil.

Lo que queda en pie es el espíritu de que haya «asociaciones intermedias», como son principalmente los sindicatos, que cumplan el fin de no mantener indefenso al individuo frente a los grupos más poderosos. Los sindica­tos y las demás «asociaciones intermedias» cum­plen un papel importante en el orden social, sea cual sea el título que tengan: científico, económi­co, deportivo, cultural, etc. Esas sociedades, en alguna ocasión, rebasarán además el ámbito de lo privado. Por eso, podemos sostener que la comu­nidad local —el municipio—, las asociaciones pro­fesionales y el Estado están al mismo nivel.

Las sociedades intermedias no son órganos del Estado pero tampoco se pueden «recluir» en el ámbito del derecho privado. La primera sociedad intermedia de derecho público es el municipio. Otras, como el sindicato, se encuentran, históricamente, tanto en el derecho privado como en el público. A corpora­ciones de esa índole no puede imponérseles, sin embargo, en todas partes una misma organización y disciplina sino que habrán de ajustarse en esto a las circunstancias de tiempo y lugar.
 

·         LAS ASOCIACIONES INTERMEDIAS EN EL MUNDO DEL TRABAJO
 
Como veíamos anteriormente, en el mundo laboral las asociaciones intermedias se pue­den agrupar en las siguientes: la empresa, los sindicatos, las corporaciones profesionales y las cooperativas.

o   2.1. La empresa
Tradicionalmente, se ha considerado que la empresa está formada por tres elementos: a) la di­rección, que coordina las distintas actividades hacia el bien común; b) el capital, y c) el trabajo.

Después de la revolución social, estos tres fac­tores no pueden ser asumidos por una sola persona, a no ser en los pequeños talleres. Por esto, la empresa se presenta como la célula viva de la vida económica.

Sus características son las siguientes:

o    es una «comunidad humana» porque nace de la necesidad que tiene el hombre de unirse a otros para la producción de bienes y servicios. Empre­sarios y obreros no son antagonistas irreconcilia­bles: son cooperadores en una obra común;
o    se integran en «actividades diversas» a fin de conseguir un objetivo común;
o    es una «comunidad de intereses», representa­da por la producción de bienes y servicios para lograr unos beneficios y desconocer este vínculo recíproco y trabajar por romperlo, no puede ser más que una pretensión de despotismo ciego e irracional;
o    «comunidad de vida» de todos los que con­viven juntos en la empresa con sus éxitos y fraca­sos.

En definitiva, la empresa es algo más que un simple medio de ganarse la vida y mantener la legí­tima dignidad del propio estado, la independencia de la propia familia. Es algo más que la colabora­ción técnica y práctica del pensamiento, del capital, de las múltiples formas de trabajo, que favorece a la producción y al progreso. Es algo más que un factor importante de la vida económica, más que una simple ayuda al desarro­llo de la justicia social; y si no fuera más que esto, sería todavía insuficiente para establecer y promo­ver el orden completo, porque el orden no es total sino cuando reina en toda la vida y en toda la acti­vidad material, económica y social.

En el marco de la empresa se debe tener en cuenta la primacía del factor humano sobre los medios de producción. El empresario debe estar en constante diálogo con el trabajador. Es preciso que los empresarios y dirigentes de empresas hagan cuanto esté en su mano para dar audiencia a las voces del trabajador, y para comprender sus legítimas exi­gencias de justicia y equidad superando toda tenta­ción egoísta tendente a considerar a la economía como norma por sí misma. Tantos conflictos y antagonismos entre trabajadores y dirigentes hun­den muchas veces sus raíces en el terreno infecun­do de la falta de atención, del diálogo rehusado o indebidamente diferido. No es tiempo perdido tratar personalmente con los trabajadores, lo que permite que las relaciones con ellos sean más humanas y la gestión más ‘a la medida del hombre’.

Hay que realzar la dignidad de la persona humana, cualquie­ra que sea su puesto en la sociedad. Tenemos que estar bien seguros de que sólo desde esta perspectiva el hom­bre —cada hombre, sea empresario o dirigente, o bien colaborador en los diversos sectores, empleado y obrero— puede reencontrar su profundo sentido, siendo puesto así en situación de expresar sus talentos, de colaborar, de participar y de cooperar al rec­to funcionamiento de la empresa, de la que todos son a la vez colaboradores y creadores.

El empresario tiene su función propia, la de crear nuevas fuentes de riqueza y puestos de traba­jo, pues ésta es su contribución específica al bien común; y, a la vez, ha de contribuir a dar un rostro humano al trabajo y hacer de la empresa una comunidad de vida. La empresa es, por tanto, no solamente un organismo, una estructura de produc­ción, sino que debe transformarse en comunidad de vida, en un lugar donde el hombre convive y se relaciona con sus semejantes; y donde el desarrollo personal no sólo es permitido, sino fomentado. Las relaciones de trabajo son, ante todo, relaciones entre seres humanos, y no pueden medirse con el único método de la eficacia.

Por último, las relaciones entre empresarios y trabajadores tienen que ser de complementariedad, de mutua ayuda y de colaboración, que sin duda redundarán en beneficio de todos los componentes de la empresa. Y tanto más propia será considerada la empresa cuanto mayor sea la participación de unos y otros en los beneficios.

o   Los sindicatos

Se tiene que apoyar la creación de sindicatos, no ciertamente por prejuicios ideológicos, ni tampoco por ceder a una mentalidad de clase, sino porque se trata precisamente de un 'derecho natural’ del ser humano y, por consiguiente, anterior a su integración en la sociedad política. Por eso, la gran meta de los sindicatos ha de ser el desarrollo del hombre, de todos los hombres que trabajan.

Al hablar de este tema tenemos que apelar a la «dignidad de la persona humana». Es quizá lo más relevante. La trama del esquema mental es la correcta concepción de la persona humana y de su valor único. Por eso, aparte de los derechos que el hombre adquiere con su propio trabajo, hay otros derechos que no pro­ceden de ninguna obra realizada por él sino de su dignidad esencial de persona.

§  Sindicalismo y política: la justicia social

Los sindicatos no pueden ser reflejo de la estructura de clase ni el exponente de la lucha de estas como motor de la sociedad, sino un exponente de la lucha por la justicia social y por los justos derechos de los hombres del trabajo. Se debe rechazar la lucha de clases, y aunque los derechos de los trabaja­dores han de defenderse frente a los empresarios y los propietarios de los medios de producción, el trabajo tiene como característica propia que, antes que nada, une a los hombres, y en esto consiste su fuerza social: la fuerza de construir una comunidad. Por eso, para que los sindicatos sean un factor constructivo del orden social y de la solidaridad han de centrarse en su verdadera finalidad al servicio del bien común.

Además, los sindicatos no tienen carácter de partidos políticos ni tienen que tener vínculos demasiado estrechos con ellos. No obstante, se puede afirmar que los sindicatos intervienen en la política complementando la acción reivindicativa económica, representando un papel de primera magnitud en la definición de la política económica y en el logro de acuerdos con los poderes económicos para hacer frente a situaciones de crisis. Desde esta perspectiva se pueden realizar los procesos de «concertación social».

Pero, insistimos, los sindicatos no deben ser correa de transmisión de los partidos políticos. Esta norma ha sido común entre algunos partidos políticos y algunos sindicatos, sobre todo de izquierdas, que vulneran los derechos de los trabajadores al someterlos al poder político. La solución para el mundo del trabajo es la creación de sindicatos profesionales independientes, libres del poder político y que defiendan los derechos de los trabajadores en todos los niveles, sin que se les pase factura por su dependencia política.

Sin embargo, los sindicatos rozan la política al constituirse en representantes en la definición de las medidas políticas de rentas y empleo, fundamentalmente a través de los «pactos sociales».

§  Sindicalismo y sociedad: la participación

Los trabajadores tienen que tener una participación activa de en la empresa. Es muy importante que todos los protagonistas de la vida económica tengan la posibilidad efectiva de participar libre y activamente en la elaboración y control de las decisiones que les afectan, en todos los niveles. De este modo, el hombre podrá encontrar sentido a su trabajo si está en situación de expresar sus talentos, de colaborar, de participar y cooperar para un recto fun­cionamiento de la empresa, de la que todos son a la vez colaboradores y artífices. No obstante, es difícil fijar con normas definidas las características de la gestión.

§  Algunos fines fundamentales del sindicato
 
·         El salario justo

El trabajo es el medio para sostener a las personas. De ahí se deduce que el resultado del proceso productivo debe llegar a todos los hombres a través de una justa distribución de la riqueza. Como ese reparto se hace a través del salario y de las prestaciones sociales, se concluye que el salario sigue siendo la principal vía de distribución de los bienes y, por ello, el primer interés de todo sindicato. Por lo tanto, el salario es de suyo justo, pero si se entiende como medio dispensado al trabajador para ganarse la vida y no como evaluador de un trabajo, que como tal no es mercancía tasable.

El problema del salario justo es un problema crucial. Pero caben unas precisiones. El trabajo no es una mercancía, como quiere el liberalismo, sometida a la ley de la oferta y la demanda; ni tampoco es la única fuente de valor económico, como sostiene el marxismo. Por lo tanto, la justa distribución de la renta empresarial entre capital y trabajo es un principio que deben conseguir los sindicatos.

Además, como el trabajo es principio para sustentar al trabajador y a su familia, el salario no solo debe atender a las necesidades personales, sino también familiares del trabajador. Eso dará lugar a buscar también complementos al salario.

Queremos recordar que hay que conseguir que sea una «justa retribución», pues este es el problema clave de la ética social. Porque es necesario, en concreto, que el trabajo, al que el hombre y la mujer consagran los mejores años de su vida y de sus fuerzas, les sirva como medio normal para procurarse no solo el mínimo para subsistir, sino para vivir una vida verdaderamente humana.

En consecuencia, el salario justo deberá tener en cuenta no solo lo realizado, sino el valor preeminente de la persona que lo realiza, con sus necesidades individuales y sociales. Eso choca a veces con las técnicas organizativas que se basan solo en la productividad, de modo que «lo producido» por el trabajo prima sobre «quien lo ha producido». Y ello lleva consigo tensiones sociales.

La retribución por el trabajo objetivo es digna en sí misma, pero sería un inconveniente en la medida en que las técnicas organizativas de la retribución del trabajo prevalecieran sobre las exigencias éticas derivadas de la condición personal y familiar del trabajador, olvidando que el fin de toda la vida económico-social es el hombre.

·         Prestaciones sociales
 
Los sindicatos tienen que buscar, también, una vía para conseguir las prestaciones sociales necesarias, que son un medio complementario de la distribución de la renta cuando el salario no cubre las necesidades personales y familiares. Estas prestaciones son, fundamentalmente, los diversos sistemas de previsión o seguros sociales. La enfermedad, la invalidez, la vejez, el nacimiento de nuevos hijos, la asistencia sanitaria, el paro forzoso, etc., son los principales aspectos que tienen que cubrir los seguros.

·         El intento de socialización
 
Conviene precisar, en primer lugar, este término. Si se entiende como la participación activa de todos los que componen las empresas en su gestión, el intento de «socialización» de las diferentes empresas por parte de los sindicatos es deseable. Debemos afirmar, sin embargo, que a los trabajadores hay que darles una participación activa en los asuntos de la empresa donde trabajan, tanto en las privadas como en las públicas, lo que hoy se llama «reforma de las estructuras».
No obstante, se puede hablar de socialización únicamente cuando toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al mismo tiempo ‘copropietario’ de esa especie de gran taller de trabajo en el que se compromete con todos.
·         El derecho al trabajo

Hay que darle una gran importancia al tema del derecho al trabajo. Todo hombre tiene el derecho y el deber de trabajar. Y eso no se debe a situaciones coyunturales, sino porque no tiene sentido plantearse salarios justos, otras prestaciones sociales y económicas, y la participación-socialización, si antes no hay fuentes y posibilidad de trabajo para todos, pues el desempleo es la privación de todos los valores que el trabajo representa y aporta a los individuos, a las familias y a la sociedad. El trabajo es un derecho y una obligación.
En consecuencia, los sindicatos deben afanarse para encontrar un empleo adecuado para todos los sujetos capaces de él, exigiendo su logro tanto a la iniciativa privada como al Estado, pues la obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al mismo tiempo, un derecho.
·         Conseguir una dignificación personal

Hasta ahora hemos visto como fines del sindicato los estrictamente económicos. Pero una concepción que se moviera solamente en este ámbito sería restrictiva. Siendo el trabajo una actividad humana, se debe conseguir la dignificación del trabajador y un reconocimiento social.
Mediante el trabajo, el hombre se realiza a sí mismo como persona y, en cierto sentido, «se hace más hombre», logrando perfeccionarse y que no se degrade menoscabándose su dignidad. Ha de afirmarse cada vez con más fuerza el sentido de la dignidad personal de cada ser hu­mano.

El error fundamental del socialismo es de carácter antropológico. Efectivamente, considera a todo hombre como un simple elemento y una molécula del organismo social, de manera que el bien del individuo se subordina al funcionamiento del mecanismo económico-social. El hombre queda reducido así a una serie de relaciones sociales, desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral, que es quien edifica el orden social, mediante tal decisión. Por eso, el hombre debe elevarse del orden meramente material y comprender que la dignidad personal es el bien más precioso que el hombre posee, gracias al cual el hombre supera en valor a todo el mundo material.

 §  Hacia una redefinición de los objetivos sindicales

Se puede decir que el trabajo, actualmente, tiene dos sentidos: uno, objetivo, y otro, subjetivo. Y el punto clave es el subjetivo: el poder decir que el trabajo es «propio». Con otras palabras podríamos condensar este pensamiento diciendo que hay que amar al mundo con pasión, hay que lograr que el mundo, el trabajo, nos «guste», y en consecuencia se realice la obra como «propia». Y se une así el sentido objetivo y subjetivo que tiene el trabajo.

Se puede observar en el hombre de hoy una fuerte desconexión en­tre el mundo de su trabajo y su vida personal. Y esta escisión aliena totalmente al hombre. Hay que redescubrir que el hombre está «hecho para trabajar», como dice el Génesis. En consecuencia, el trabajo es dignificador de la persona humana y no una carga de la que hay que liberarse el fin de semana. Y el hombre adquiere su dignidad por la calidad con que realiza su trabajo, en vez de por «lo que» realiza. Por tanto, hay que unir esas dos coordenadas.

En definitiva, lo que el sindicato tiene que lograr prioritariamente es que el hombre «sea más» en vez de que «tenga más». Se debe conseguir que lo que aporten, fundamentalmente, los sindicatos a los trabajadores sea un sentido a lo que están realizando, además de los logros que antes he indicado. Pues, si no se consigue esto, difícilmente habrá paz social, o, como máximo, habrá la paz de los muertos.

o   Las corporaciones profesionales

Son sociedades intermedias que arrancan de las «corporaciones» de la Edad Media y que fueron el origen de los sindicatos modernos. Las diferencias entre ellas eran el resultado de las diversas profe­siones, lo cual motivaba la solidaridad entre los que realizaban un mismo trabajo. Los sindicatos añaden a las corporaciones el tono reivindicativo de unos derechos frente al sistema liberal, que pos­tergaba el trabajo al capital. Las corporaciones o colegios profesionales, en cambio, buscaban una mayor capacitación profesional y un rendimiento más eficaz entre sus afiliados (que es uno de los fines del sindicato moderno).

Una de sus funciones más claras es la de impe­dir la lucha de clases, al unir tanto asociaciones de empresarios como de trabajadores, colaborando unos y otros en la consecución del bien común. De lo dicho se deduce fácilmente que en estas corporaciones son los asuntos comunes de todo un orden los que destacan sobremanera, entre los cua­les sobresale el máximo fomento posible de la colaboración de cada trabajo al bien común de la sociedad. En cambio, en los negocios relativos al especial cuidado y tutela de los peculiares intereses de los patronos y de los obreros, si se presenta el caso, pueden unos y otros deliberar y resolver por separado, según las circunstancias reales. Estas corporaciones ofrecen un cauce de participación de los trabajadores en la empresa y sirven para hacer oír su voz en las decisiones políticas que afectan a la marcha de la economía nacional.

o    Las cooperativas
 
Las empresas cooperativas conjugan la perfecta identidad entre capital y trabajo. La colectividad de trabajadores que se constituyen en cooperativa son los titulares del capital.

Su origen se remonta a Inglaterra en 1894. Las cooperativas son empresas pertenecientes a un mismo sector con la intención de mejorar los medios de producción y capacitar y elevar el nivel de vida de los que for­man parte de ellas. Su contribución al progreso justifica la atención y ayuda por parte del Estado.

Los principios que sostiene el movimiento coo­perativista son los siguientes: estructura democráti­ca (un hombre, un voto); principio de puerta abier­ta; interés limitado al capital (subordinación al trabajo); distribución de los resultados en función de las aportaciones personales; neutralidad política y religiosa.

Repre­sentan en la economía de un país una fuerza sana y activa no sólo por el número, sino, sobre todo, en virtud de los principios que las inspiran. La pro­ducción y la distribución de los bienes materiales no deben ser nunca un obstáculo al progreso moral de la persona humana, ni deben coartar su liber­tad, ni dañar sus imprescriptibles derechos. Las aso­ciaciones cooperativas, que se proponen ayudar a los particulares a obtener de su trabajo un mejor rendimiento, a evitar gastos inútiles, a protegerlos contra los infortunios y las dificultades imprevis­tas, necesitan, para vivir y desarrollarse, del impul­so y de la entrega de los propios interesados. Son muy útiles, en concreto, en el trabajo rural.