Algunos autores destacan la aparición de una nueva forma de
sociedad donde las clases están más niveladas y los hombres valorados en relación
con sus capacidades. Las fuerzas sociales presionan para intervenir de un modo
más eficaz en todo lo que les concierne y, en consecuencia, en lo que dignifique
a la persona humana (La complejidad de la sociedad contemporánea y el surgimiento
de una nueva sensibilidad están agudamente retratadas en la publicación del
Prof. A. Llano. Vid. A. Llano, La nueva sensibilidad, Espasa Calpe, Madrid, 1988, y la extensa bibliografía ahí citada). Se observan, sin
embargo, resistencias por problemas económicos, de influencia o de mera comodidad.
Y sobre todo hay resistencias de tipo político.
Ahora bien,
los grupos sociales no piden una mera protección estatal, sino una real
«participación». Los problemas no se resuelven solamente en términos políticos
sino que la sociedad quiere ser protagonista del cambio y del quehacer
cotidiano. Las transformaciones sociales no se realizan como fruto de concesiones
por parte del Estado, ni siquiera por parte de los empresarios; lo que está en
juego es el reconocimiento de la personalidad de unos grupos sociales que
exigen el respeto de unos derechos naturales que por el devenir histórico se
han ido vislumbrando con mayor nitidez, con nuevos perfiles y matices. Parece
cierto que los grandes objetivos de la política no pueden ser alcanzados sólo
por el Estado. Cuando la sociedad los toma como suyos es cuando adquieren realmente
pleno vigor y eficacia. La política no puede quedar así desligada de la
sociedad.
La Revolución Francesa trajo consigo un apartamiento de los
grupos sociales del juego político, reduciéndose éste al binomio
Estado-individuo. Esto hace referencia tanto a regímenes liberales o
neoliberales, como a socialistas y comunistas, que hacen hincapié o en el
individuo o en el Estado, respectivamente, y dejan marginada a la sociedad.
Así, muchos esfuerzos políticos que redundan en el reconocimiento de una serie
de libertades, están abocados al fracaso por mantenerse al margen del verdadero
ritmo vital de la sociedad. La sociedad no acepta lo que se fragua al margen de
ella, y por ello exige «participación», pasando del binomio Estado-individuo al
esquema Estado-sociedad-individuo. Esto supone asociar a los clásicos principios
políticos del bien común —entendido como fin del Estado—, y de la solidaridad
—entendida como el deber de todos los ciudadanos de contribuir al bien común—,
el nuevo principio de la participación.
UN PRINCIPIO
POLITICO: LA PARTICIPACION SOCIAL
Para hablar del principio de participación social resulta
necesario referirse a la «socialización», que no es otra cosa que esta misma
«participación». De aquí surge el pluralismo, que lleva consigo la configuración
del Estado como árbitro a fin de que ordene el juego social. Hablar de
participación supone, pues, que tanto la persona como la sociedad tengan la
máxima capacidad de actuación, sobre todo en muchas tareas que se adjudica el
Estado y especialmente en la gestión de la denominada esfera pública.
Se puede afirmar que la persona y los grupos sociales han
alcanzado la mayoría de edad, y deben ejercer su propia libertad con la
consiguiente responsabilidad (teniendo presente que estos principios, junto
con el de la igualdad, se derivan y condicionan la dignidad humana). En
consecuencia, el «principio de participación social» da vida, al engarzarlo
con la realidad social, a los grandes principios políticos. Así, tan importante
es que las ideas del gobierno sean conocidas por la sociedad, como que la
realidad social dé a conocer sus aspiraciones al gobierno. Pero, en todo caso,
el nexo de unión no es otro que el de la «participación social»: son las
personas individuales, los ciudadanos, y sus polifacéticas asociaciones las
protagonistas y el motor de todo cambio, así como de su quehacer cotidiano.
Redundando en estas ideas, aunque el hombre sea el sujeto de todo
el entramado social, queda cada vez más patente que ha de organizarse en
agrupaciones para superar sus limitaciones y conseguir su fin. Como dice Legaz
y Lacambra: «En la encrucijada en que se encuentra el hombre moderno, la
socialización constituye una dimensión de su situación vital» (Legaz y Lacambra, L., Socialización, Administración, Desarrollo,
Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1971, pág. 6). No se puede confundir,
sin embargo, la «socialización» con el socialismo, ya que éste es más un
«estatismo», que persigue como uno de sus fines primordiales la estatificación
de las fuerzas y de los organismos sociales.
La
socialización, por el contrario, se caracteriza por ir de abajo hacia arriba.
No acepta la injerencia del poder público en sus iniciativas y, cuando la hay,
pierde la confianza de la sociedad. El Estado, si cabe expresarlo en estos
términos, debe ir en busca de la acción social. Así, el lugar de encuentro
resulta ser la coincidencia en sus objetivos, y ahí radicará la clave de la paz
social.
Esa coincidencia no supone la suplantación de la sociedad. Por
esto, las sociedades intermedias deberán disponer de la necesaria autonomía en
su actuación y gobierno , sin que se pueda imponer desde afuera una reglamentación
de las actividades que vayan a realizar. Si los ciudadanos tienen el libre
derecho de asociarse, como así es en efecto, tienen igualmente el derecho de
elegir libremente aquella organización y aquellas leyes que estimen más conducentes
al fin que se han propuesto.
·
PARTICIPACION
Y SUBSIDIARIEDAD
El formar parte de las comunidades naturales intermedias
constituye un derecho natural que ha de ser respetado por la autoridad estatal.
Aunque las sociedades privadas se den dentro de la sociedad civil y sean como
otras tantas partes suyas, hablando en términos generales y de por sí, no está
en poder del Estado impedir su existencia, ya que el constituir sociedades
privadas es de derecho concedido al hombre por la ley natural, y la sociedad
civil ha sido instituida para garantizar el derecho natural y no para
conculcarlo; y, si prohibiera a los ciudadanos la constitución de sociedades,
obraría en abierta pugna consigo misma, puesto que tanto ella como las
sociedades privadas nacen del mismo principio: que los hombres son sociables
por naturaleza.

Pero además es conveniente e, incluso, indispensable en algunos
momentos, la creación y consolidación de estos organismos intermedios, sin los
cuales el particular carece de amparo para alcanzar justas reivindicaciones. Es
absolutamente preciso que se constituyan muchas asociaciones u organismos intermedios,
capaces de alcanzar los fines que los particulares por sí solos no pueden
obtener eficazmente. Tales asociaciones y organismos deben considerarse como
instrumentos indispensables para defender la dignidad y libertad de la persona
humana, dejando a salvo el sentido de responsabilidad.
En otras palabras, lo que pueden hacer las sociedades intermedias
no debe ser suplantado por el Estado. Esto no es otra cosa que el
"principio de subsidiariedad". Al igual que no se puede quitar a los
individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo,
así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y alteración del recto
orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer
y proporcionar y dársela a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción
de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los
miembros de la sociedad, pero no destruirlos y absorberlos. Juan Pablo II se
pronunció en el mismo sentido en su discurso a la Organización de Estados
Americanos: «La Santa Sede ve, en organizaciones como la vuestra, estructuras
intermedias que promueven una mayor diversidad y vitalidad interna, en una
determinada área, dentro de la comunidad global de naciones» (Juan Pablo II, Discurso a la OEA, 6-X-1979).
La tarea del Estado tiene siempre un valor de «suplencia» de la
iniciativa individual y social, extensiva sólo mientras perduren las
circunstancias que motivaron la intervención del Estado. No serían respetadas
estas libertades de los ciudadanos, ni en la letra ni en el espíritu, si prevaleciese
la tendencia a atribuir al Estado y a las otras expresiones territoriales del
poder público una función centralizadora y exclusivista de organización y
gestión directa de los servicios, o de rígidos controles, que acabaría por desnaturalizar
su legítima función propia de promoción, de impulso, de integración y también —si es
necesario— de suplencia de las iniciativas de las libres instituciones sociales,
según el principio de subsidiariedad.
·
PARTICIPACION
Y ASOCIACIONES INTERMEDIAS
Si se acepta
lo referido anteriormente, la política de socialización y participación debe
avanzar y concretarse en todos los terrenos de la actividad humana:
económico, social, político, cultural... consiguiendo un progreso bien conjuntado.
Por eso se suele afirmar que se está prefigurando, más que una sociedad de
ciudadanos, una «sociedad de sociedades». «Hay más socialización de la que se
observa y más de la que se quiere por los que no aspiran a ella» (Legaz y Lacambra,L., op. cit., pág. 1). Es cierto que en el orden
económico-social es donde hasta ahora se ha dado un mayor progreso. No obstante,
conviene distinguir nítidamente tres planos que deben considerarse por separado:
a) El primero
es el de la empresa, donde la iniciativa individual se mueve holgadamente.
b) El segundo
es el terreno de lo profesional, que se desarrolla a través de los colegios
profesionales, las corporaciones y los sindicatos. En este sentido se puede
decir que la finalidad de los sindicatos no es la de movilizar al trabajador
para la lucha de clases, sino la de estimular más bien la colaboración, lo cual
se verifica principalmente por medio de acuerdos establecidos entre los
trabajadores y los empresarios. Hay que advertir, además, que es necesario, o
al menos muy conveniente, que a los trabajadores se les dé la posibilidad de
expresar su parecer e interponer su influencia fuera del ámbito de su empresa,
y concretamente en todos los órdenes de la comunidad política. Es aquí donde
radican los intereses profesionales, que dan lugar a los denominados «grupos
económicos de presión», un claro exponente del proceso de socialización.
c) El tercero es el ámbito de los intereses familiares
o microsociales: asociaciones de padres de familia, amas de casa, consumidores,
etc., que pueden legítimamente servir de contrapeso a las demás asociaciones
intermedias. Siendo tan sociales como lo pueden ser un sindicato o una
empresa, deben, por lo tanto, ser oídos por el Estado.
Por último,
además de los fines económico-sociales hay otros que podríamos englobar genéricamente
bajo el nombre de «culturales» o de «ocio»: artísticos, deportivos, educativos,
etc., que deben encontrar un amplio cauce para su desarrollo. También éstos se
incluyen dentro de los fines sociales.
Volveremos más adelante sobre las asociaciones intermedias
vinculadas al ámbito económico. Pero antes merecen un tratamiento especial los
partidos políticos como un tipo peculiar de asociación intermedia. En efecto,
las decisiones de la vida pública no han de ser tomadas al margen de los
sujetos por ellas afectados. Por otra parte, el pluralismo, en la actividad temporal,
y concretamente en la política, debe ser lo más amplio posible. De ahí que en
la actualidad la forma más idónea de gobierno, adoptada por la mayoría de
países, es la democracia a través de los partidos políticos.
Evidentemente, lo que se pide de los partidos políticos es que su
actividad no se incline por intereses partidistas. La tutela del bien común es
la justificación última de las varias opciones, cuya diversidad radica en
última instancia en el terreno de las soluciones concretas a los diferentes
problemas; si alguna de tales alternativas descansara en una ideología
contraria al respeto del bien común, dejaría de ser una opción válida. Así, los
partidos políticos deben promover todo lo que a su juicio exige el bien común;
nunca, sin embargo, está permitido anteponer intereses propios al bien común.
En este sentido, y vinculando la actividad de los partidos
políticos con la de las demás asociaciones intermedias, no es tarea fácil
estructurar bien la sociedad, pero es el quehacer más importante de la
política. La fortaleza de un pueblo depende más de su estructura social que de
la forma de gobierno que adopte, porque los problemas de fondo son siempre de
contextura social y de ellos depende la paz a ese nivel, una mejor distribución
de bienes y una mayor libertad.
·
ASOCIACIONES
INTERMEDIAS Y ESTADO ARBITRAL
Más aún, el proceso de socialización alcanza su punto álgido
cuando se observa que los sindicatos, la banca, las universidades, las
fundaciones, las multinacionales, etc., son auténticos «poderes sociales». Las
decisiones políticas no se pueden tomar al margen de esta realidad. Hay un
juego intersocial previo a cualquier decisión política, que debe además ser
regulado jurídicamente. Por ello se puede hablar con propiedad de un «derecho
intersocial».
Así, todos estos poderes sociales deben tener igualdad de
oportunidades, y el Estado está obligado a abrirles cauces de participación
formales y efectivos. Por ello, la fase de las relaciones intersociales es
previa y la acción política posterior. Esto crea, sin duda, una dinámica muy
vigorosa, por lo que no se puede ignorar o dejar de dar salida a estas fuerzas
y energías de la comunidad. De ahí que, sin confundir esta propuesta con la
fórmula liberal del Estado, en último término hay que regular un derecho
político intersocial, y el Estado debe actuar como árbitro.
En otros términos, lodo el entramado social es un juego de
intereses, afanes, deberes... que debe ser arbitrado por el Estado si se quiere
conseguir que los grupos de presión económicos, políticos, sindicales, etc., no
rompan el equilibrio social. El Estado se encuentra, indirectamente, al
servicio de la sociedad; no al revés. La sociedad exige legítimamente del
Estado dirección; no injerencia. Esto separa al mundo socialista del mundo
libre. El intervencionismo sistemático representa el polo opuesto al verdadero
ideal de sociedad y de Estado.

El Estado debe fomentar el encuentro de las fuerzas sociales
cuando haya intereses en pugna. La democracia pluralista está basada en el
reconocimiento de las diferencias sociales, el respeto de las discrepancias,
la igualdad de oportunidades. Esto supone, naturalmente, una gran
responsabilidad y prudencia. (Conviene consultar, a este respecto, la obra de L. E. Palacios, La prudencia política,
Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1945, así como toda una serie de
artículos aclaratorios publicados luego de su primera edición. Es también
aguda la percepción de J. Pieper sobre
esta virtud. Véase Las virtudes fundamentales, Madrid, Rialp, 1980, o «El arte de decidir rectamente» en La fe ante el reto de la cultura contemporánea, Madrid,
Rialp, 1980, donde muestra el carácter eminentemente práctico del hábito prudencial).
Así se pasa del «Estado-providencia» al «Estado-arbitral». Y así
sale reforzado el Estado porque dirigirá el dinamismo social y evitará que éste
salte por encima de sus legítimos cauces. Eso no quiere decir que el Estado
deje de buscar el bien común cuando la sociedad no lo quiera o no lo desee:
siempre lo hará, aunque nunca como mera injerencia sino en términos de
supletoriedad. Y por lo tanto, deberá volver a su posición arbitral cuando se
hayan subsanado las dificultades. Una sociedad pluralista exige el arbitraje
del Estado. Pero el árbitro dirige el juego, no juega; es, si se quiere, el
aromatizante que purifica el aire que se respira, generando un ambiente
social sano.
·
BREVE
HISTORIA DE LAS ASOCIACIONES INTERMEDIAS
La acción del Estado, por una parte, y la del individuo, por otra,
no son suficientes para constituir el orden social. Es necesario que entre
ellas se den las llamadas «asociaciones intermedias» o «sociedades
intermedias», como veíamos anteriormente. Estas están formadas por las
corporaciones profesionales, los sindicatos, las asociaciones de vecinos, las
de consumidores, etc. Cuando éstas han faltado se ha quedado el individuo y la
familia indefensos ante el Estado, que absorbe a la sociedad. Por eso, hay que
recordar que disueltos en el pasado los antiguos gremios de artesanos, sin
ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones
públicas, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e
indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la codicia de los
competidores. También expresó muy claramente esta idea Juan XXIII cuando decía
que: «es absolutamente preciso que se funden muchas asociaciones u organismos
intermedios, capaces de alcanzar los fines que los particulares por sí solos no
pueden obtener eficazmente. Tales asociaciones y organismos deben considerarse
como instrumentos indispensables en grado sumo para defender la dignidad y
libertad de la persona humana, dejando a salvo el sentido de responsabilidad» (Juan XXIII, Pacem in tenis, n. 24).
Es un derecho fundamental de los trabajadores crear libremente
organizaciones para defender y promover sus intereses y para contribuir
responsablemente al bien común. Si éstas fallan, el individuo y la sociedad se
encuentran indefensas ante el Estado; y no sólo ante el Estado sino ante
corporaciones muy poderosas, como las asociaciones empresariales. En
consecuencia, los sindicatos se diferencian de las corporaciones en este punto
esencial: los sindicatos modernos han crecido sobre la base de la lucha de los
trabajadores, del mundo del trabajo y ante todo de los trabajadores
industriales para la tutela de sus justos derechos frente a los empresarios y a
los propietarios de los medios de producción. Como dice Messner: «los sindicatos
y las asociaciones de empresarios desempeñan una función de interés general que
sobrepasa, a la inversa que en los casos anteriores (las asociaciones de
consumidores y los trusts), la protección de sus
propios intereses de grupo, de modo que realizan también una función de orden
social. Esta función consiste en el afianzamiento de la paz social por medio
del contrato colectivo convenido dentro de cada rama profesional» (Messner,
J., Ética social, política y económica a la luz
del derecho natural, Madrid, Rialp, 1967, pág. 690).
La disolución del entramado social no sólo afectó a los gremios,
sino también a una gran variedad de «sociedades intermedias» que daban firmeza
y coherencia a la sociedad de antaño. Existió, efectivamente, en el pasado un orden
social que, aun no siendo perfecto ni completo en todos sus puntos, no
obstante, dadas las circunstancias y las necesidades de la época, estaba de
algún modo conforme con la recta razón.
Ahora se debe llenar este vacío con
corporaciones intermedias más de acuerdo con los tiempos. Pues igual que,
siguiendo el impulso de la naturaleza, los que se hallan vinculados por la
vecindad de lugar constituyen los ayuntamientos, así ha ocurrido que cuantos se
ocupan en un misma profesión constituyan ciertos colegios o corporaciones, hasta
el punto que tales agrupaciones, regidas por un derecho propio, lleguen a ser
consideradas por muchos, si no como esenciales, sí, al menos, como connaturales
a la sociedad civil.
Lo que queda en pie es el espíritu
de que haya «asociaciones intermedias», como son principalmente los sindicatos,
que cumplan el fin de no mantener indefenso al individuo frente a los grupos
más poderosos. Los sindicatos y las demás «asociaciones intermedias» cumplen
un papel importante en el orden social, sea cual sea el título que tengan:
científico, económico, deportivo, cultural, etc. Esas sociedades, en alguna
ocasión, rebasarán además el ámbito de lo privado. Por eso, podemos sostener
que la comunidad local —el municipio—, las asociaciones profesionales y el
Estado están al mismo nivel.
Las sociedades intermedias no son
órganos del Estado pero tampoco se pueden «recluir» en el ámbito del derecho
privado. La primera sociedad intermedia de derecho público es el municipio.
Otras, como el sindicato, se encuentran, históricamente, tanto en el derecho
privado como en el público. A corporaciones de esa índole no puede imponérseles,
sin embargo, en todas partes una misma organización y disciplina sino que
habrán de ajustarse en esto a las circunstancias de tiempo y lugar.
·
LAS
ASOCIACIONES INTERMEDIAS EN EL MUNDO DEL TRABAJO
Como veíamos anteriormente, en el
mundo laboral las asociaciones intermedias se pueden agrupar en las
siguientes: la empresa, los sindicatos, las corporaciones profesionales y las cooperativas.
o 2.1. La
empresa
Tradicionalmente, se ha considerado
que la empresa está formada por tres elementos: a) la dirección, que coordina
las distintas actividades hacia el bien común; b) el capital, y c) el trabajo.
Después de la revolución social,
estos tres factores no pueden ser asumidos por una sola persona, a no ser en
los pequeños talleres. Por esto, la empresa se presenta como la célula viva de
la vida económica.
Sus características son las
siguientes:
o
es una «comunidad humana» porque nace de la necesidad que tiene el
hombre de unirse a otros para la producción de bienes y servicios. Empresarios
y obreros no son antagonistas irreconciliables: son cooperadores en una obra
común;
o
se integran en «actividades diversas» a fin de conseguir un objetivo
común;
o
es una «comunidad de intereses», representada por la producción
de bienes y servicios para lograr unos beneficios y desconocer este vínculo
recíproco y trabajar por romperlo, no puede ser más que una pretensión de
despotismo ciego e irracional;
o
«comunidad de vida» de todos los que conviven juntos en la empresa
con sus éxitos y fracasos.
En definitiva, la empresa es algo
más que un simple medio de ganarse la vida y mantener la legítima dignidad del
propio estado, la independencia de la propia familia. Es algo más que la
colaboración técnica y práctica del pensamiento, del capital, de las múltiples
formas de trabajo, que favorece a la producción y al progreso. Es algo más que
un factor importante de la vida económica, más que una simple ayuda al desarrollo
de la justicia social; y si no fuera más que esto, sería todavía insuficiente
para establecer y promover el orden completo, porque el orden no es total sino
cuando reina en toda la vida y en toda la actividad material, económica y social.
En el marco de la empresa se debe
tener en cuenta la primacía del factor humano sobre los medios de producción.
El empresario debe estar en constante diálogo con el trabajador. Es preciso que
los empresarios y dirigentes de empresas hagan cuanto esté en su mano para dar
audiencia a las voces del trabajador, y para comprender sus legítimas exigencias
de justicia y equidad superando toda tentación egoísta tendente a considerar a
la economía como norma por sí misma. Tantos conflictos y antagonismos entre
trabajadores y dirigentes hunden muchas veces sus raíces en el terreno infecundo
de la falta de atención, del diálogo rehusado o indebidamente diferido. No es
tiempo perdido tratar personalmente con los trabajadores, lo que permite que
las relaciones con ellos sean más humanas y la gestión más ‘a la medida del hombre’.
Hay que realzar la dignidad de la
persona humana, cualquiera que sea su puesto en la sociedad. Tenemos que estar
bien seguros de que sólo desde esta perspectiva el hombre —cada hombre, sea
empresario o dirigente, o bien colaborador en los diversos sectores, empleado y
obrero— puede reencontrar su profundo sentido, siendo puesto así en situación
de expresar sus talentos, de colaborar, de participar y de cooperar al recto
funcionamiento de la empresa, de la que todos son a la vez colaboradores y
creadores.
El empresario tiene su función
propia, la de crear nuevas fuentes de riqueza y puestos de trabajo, pues ésta
es su contribución específica al bien común; y, a la vez, ha de contribuir a
dar un rostro humano al trabajo y hacer de la empresa una comunidad de vida. La
empresa es, por tanto, no solamente un organismo, una estructura de producción,
sino que debe transformarse en comunidad de vida, en un lugar donde el hombre
convive y se relaciona con sus semejantes; y donde el desarrollo personal no
sólo es permitido, sino fomentado. Las relaciones de trabajo son, ante todo,
relaciones entre seres humanos, y no pueden medirse con el único método de la
eficacia.
Por último, las relaciones entre
empresarios y trabajadores tienen que ser de complementariedad, de mutua ayuda
y de colaboración, que sin duda redundarán en beneficio de todos los
componentes de la empresa. Y tanto más propia será considerada la empresa
cuanto mayor sea la participación de unos y otros en los beneficios.
o Los
sindicatos
Se tiene que apoyar la
creación de sindicatos, no ciertamente por prejuicios ideológicos, ni tampoco
por ceder a una mentalidad de clase, sino porque se trata precisamente de un
'derecho natural’
del ser humano y, por consiguiente, anterior a su integración en la sociedad política. Por eso,
la gran meta de los sindicatos ha de ser el desarrollo del hombre, de todos los
hombres que trabajan.
Al hablar de este tema tenemos
que apelar a la «dignidad de la persona humana». Es quizá lo más relevante. La
trama del esquema mental es la correcta concepción de la persona humana y de su
valor único. Por eso, aparte de los derechos que el hombre adquiere con su
propio trabajo, hay otros derechos que no proceden de ninguna obra realizada
por él sino de su dignidad esencial de persona.
§ Sindicalismo y política: la justicia social
Los sindicatos no pueden ser
reflejo de la estructura de clase ni el exponente de la lucha de estas como
motor de la sociedad, sino un exponente de la lucha por la justicia social y
por los justos derechos de los hombres del trabajo. Se debe rechazar la lucha
de clases, y aunque los derechos de los trabajadores han de defenderse frente
a los empresarios y los propietarios de los medios de producción, el trabajo
tiene como característica propia que, antes que nada, une a los hombres, y en
esto consiste su fuerza social: la fuerza de construir una comunidad. Por eso,
para que los sindicatos sean un factor constructivo del orden social y de la
solidaridad han de centrarse en su verdadera finalidad al servicio del bien
común.
Además, los sindicatos no tienen
carácter de partidos políticos ni tienen que tener vínculos demasiado estrechos
con ellos. No obstante, se puede afirmar que los sindicatos intervienen en la
política complementando la acción reivindicativa económica, representando un
papel de primera magnitud en la definición de la política económica y en el
logro de acuerdos con los poderes económicos para hacer frente a situaciones de
crisis. Desde esta perspectiva se pueden realizar los procesos de «concertación
social».
Pero, insistimos, los sindicatos
no deben ser correa de transmisión de los partidos políticos. Esta norma ha
sido común entre algunos partidos políticos y algunos sindicatos, sobre todo de
izquierdas, que vulneran los derechos de los trabajadores al someterlos al
poder político. La solución para el mundo del trabajo es la creación de
sindicatos profesionales independientes, libres del poder político y que defiendan
los derechos de los trabajadores en todos los niveles, sin que se les pase
factura por su dependencia política.
Sin embargo, los sindicatos
rozan la política al constituirse en representantes en la definición de las
medidas políticas de rentas y empleo, fundamentalmente a través de los «pactos
sociales».
§ Sindicalismo y sociedad: la participación
Los trabajadores tienen que
tener una participación activa de en la empresa. Es muy importante que todos
los protagonistas de la vida económica tengan la posibilidad efectiva de
participar libre y activamente en la elaboración y control de las decisiones
que les afectan, en todos los niveles. De este modo, el hombre podrá encontrar
sentido a su trabajo si está en situación de expresar sus talentos, de colaborar,
de participar y cooperar para un recto funcionamiento de la empresa, de la que
todos son a la vez colaboradores y artífices. No obstante, es difícil fijar con
normas definidas las características de la gestión.
§ Algunos fines fundamentales del sindicato
·
El salario justo
El trabajo es el medio para
sostener a las personas. De ahí se deduce que el resultado del proceso
productivo debe llegar a todos los hombres a través de una justa distribución
de la riqueza. Como ese reparto se hace a través del salario y de las
prestaciones sociales, se concluye que el salario sigue siendo la principal vía
de distribución de los bienes y, por ello, el primer interés de todo sindicato.
Por lo tanto, el salario es de suyo justo, pero si se entiende como medio
dispensado al trabajador para ganarse la vida y no como evaluador de un
trabajo, que como tal no es mercancía tasable.
El problema del salario justo es un
problema crucial. Pero caben unas precisiones. El trabajo no es una mercancía,
como quiere el liberalismo, sometida a la ley de la oferta y la demanda; ni
tampoco es la única fuente de valor económico, como sostiene el marxismo. Por
lo tanto, la justa distribución de la renta empresarial entre capital y trabajo
es un principio que deben conseguir los sindicatos.
Además, como el trabajo es principio
para sustentar al trabajador y a su familia, el salario no solo debe atender a
las necesidades personales, sino también familiares del trabajador. Eso dará
lugar a buscar también complementos al salario.
Queremos recordar que hay que
conseguir que sea una «justa retribución», pues este es el problema clave de la
ética social. Porque es necesario, en concreto, que el trabajo, al que el
hombre y la mujer consagran los mejores años de su vida y de sus fuerzas, les
sirva como medio normal para procurarse no solo el mínimo para subsistir, sino
para vivir una vida verdaderamente humana.
En consecuencia, el salario justo
deberá tener en cuenta no solo lo realizado, sino el valor preeminente de la
persona que lo realiza, con sus necesidades individuales y sociales. Eso choca
a veces con las técnicas organizativas que se basan solo en la productividad,
de modo que «lo producido» por el trabajo prima sobre «quien lo ha producido».
Y ello lleva consigo tensiones sociales.
La retribución por el trabajo
objetivo es digna en sí misma, pero sería un inconveniente en la medida en que
las técnicas organizativas de la retribución del trabajo prevalecieran sobre
las exigencias éticas derivadas de la condición personal y familiar del trabajador,
olvidando que el fin de toda la vida económico-social es el hombre.
·
Prestaciones sociales
Los sindicatos tienen que buscar,
también, una vía para conseguir las prestaciones sociales necesarias, que son
un medio complementario de la distribución de la renta cuando el salario no
cubre las necesidades personales y familiares. Estas prestaciones son,
fundamentalmente, los diversos sistemas de previsión o seguros sociales. La enfermedad,
la invalidez, la vejez, el nacimiento de nuevos hijos, la asistencia sanitaria,
el paro forzoso, etc., son los principales aspectos que tienen que cubrir los
seguros.
·
El intento de
socialización
Conviene precisar, en primer lugar, este
término. Si se entiende como la participación activa de todos los que componen
las empresas en su gestión, el intento de «socialización» de las diferentes
empresas por parte de los sindicatos es deseable. Debemos afirmar, sin embargo,
que a los trabajadores hay que darles una participación activa en los asuntos
de la empresa donde trabajan, tanto en las privadas como en las públicas, lo
que hoy se llama «reforma de las estructuras».
No obstante, se puede hablar de socialización
únicamente cuando toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno
título a considerarse al mismo tiempo ‘copropietario’ de esa especie de gran
taller de trabajo en el que se compromete con todos.
·
El derecho al trabajo
Hay que darle una gran importancia al tema
del derecho al trabajo. Todo hombre tiene el derecho y el deber de trabajar. Y
eso no se debe a situaciones coyunturales, sino porque no tiene sentido
plantearse salarios justos, otras prestaciones sociales y económicas, y la
participación-socialización, si antes no hay fuentes y posibilidad de trabajo
para todos, pues el desempleo es la privación de todos los valores que el trabajo
representa y aporta a los individuos, a las familias y a la sociedad. El
trabajo es un derecho y una obligación.
En consecuencia, los sindicatos deben
afanarse para encontrar un empleo adecuado para todos los sujetos capaces de
él, exigiendo su logro tanto a la iniciativa privada como al Estado, pues la
obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al mismo
tiempo, un derecho.
·
Conseguir una
dignificación personal
Hasta ahora hemos visto como fines del sindicato
los estrictamente económicos. Pero una concepción que se moviera solamente en
este ámbito sería restrictiva. Siendo el trabajo una actividad humana, se debe
conseguir la dignificación del trabajador y un reconocimiento social.
Mediante el trabajo, el hombre se realiza a sí mismo como persona
y, en cierto sentido, «se hace más hombre», logrando perfeccionarse y que no se
degrade menoscabándose su dignidad. Ha de afirmarse cada vez con más fuerza el
sentido de la dignidad personal de cada ser humano.
El error fundamental del socialismo es de carácter antropológico.
Efectivamente, considera a todo hombre como un simple elemento y una molécula
del organismo social, de manera que el bien del individuo se subordina al funcionamiento
del mecanismo económico-social. El hombre queda reducido así a una serie de
relaciones sociales, desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo
de decisión moral, que es quien edifica el orden social, mediante tal decisión.
Por eso, el hombre debe elevarse del orden meramente material y comprender que
la dignidad personal es el bien más precioso que el hombre posee, gracias al
cual el hombre supera en valor a todo el mundo material.
§ Hacia una
redefinición de los objetivos sindicales
Se puede decir que el trabajo, actualmente, tiene dos sentidos:
uno, objetivo, y otro, subjetivo. Y el punto clave es el subjetivo: el poder
decir que el trabajo es «propio». Con otras palabras podríamos condensar este
pensamiento diciendo que hay que amar al mundo con pasión, hay que lograr que
el mundo, el trabajo, nos «guste», y en consecuencia se realice la obra como «propia». Y se une así el sentido objetivo y subjetivo que
tiene el trabajo.
Se puede observar en el hombre de
hoy una fuerte desconexión entre el mundo de su trabajo y su vida personal. Y
esta escisión aliena totalmente al hombre. Hay que redescubrir que el hombre
está «hecho para trabajar», como dice el Génesis. En consecuencia,
el trabajo es dignificador de la persona humana y no una carga de la que hay
que liberarse el fin de semana. Y el hombre adquiere su dignidad por la calidad
con que realiza su trabajo, en vez de por «lo que» realiza. Por tanto, hay que
unir esas dos coordenadas.
En definitiva, lo que el sindicato tiene que lograr
prioritariamente es que el hombre «sea más» en vez de que «tenga más». Se debe
conseguir que lo que aporten, fundamentalmente, los sindicatos a los
trabajadores sea un sentido a lo que están realizando, además de los logros que
antes he indicado. Pues, si no se consigue esto, difícilmente habrá paz social,
o, como máximo, habrá la paz de los muertos.
o Las
corporaciones profesionales
Son sociedades intermedias que
arrancan de las «corporaciones» de la Edad Media y que fueron el origen de los
sindicatos modernos. Las diferencias entre ellas eran el resultado de las
diversas profesiones, lo cual motivaba la solidaridad entre los que realizaban
un mismo trabajo. Los sindicatos añaden a las corporaciones el tono reivindicativo
de unos derechos frente al sistema liberal, que postergaba el trabajo al
capital. Las corporaciones o colegios profesionales, en cambio, buscaban una
mayor capacitación profesional y un rendimiento más eficaz entre sus afiliados
(que es uno de los fines del sindicato moderno).
Una de sus funciones más claras es
la de impedir la lucha de clases, al unir tanto asociaciones de empresarios
como de trabajadores, colaborando unos y otros en la consecución del bien
común. De lo dicho se deduce fácilmente que en estas corporaciones son los
asuntos comunes de todo un orden los que destacan sobremanera, entre los cuales
sobresale el máximo fomento posible de la colaboración de cada trabajo al bien
común de la sociedad. En cambio, en los negocios relativos al especial cuidado
y tutela de los peculiares intereses de los patronos y de los obreros, si se
presenta el caso, pueden unos y otros deliberar y resolver por separado, según
las circunstancias reales. Estas corporaciones ofrecen un cauce de
participación de los trabajadores en la empresa y sirven para hacer oír su voz
en las decisiones políticas que afectan a la marcha de la economía nacional.
o Las cooperativas
Las empresas cooperativas conjugan
la perfecta identidad entre capital y trabajo. La colectividad de trabajadores
que se constituyen en cooperativa son los titulares del capital.
Su origen se remonta a Inglaterra en
1894. Las cooperativas son empresas pertenecientes a un mismo sector con la
intención de mejorar los medios de producción y capacitar y elevar el nivel de
vida de los que forman parte de ellas. Su contribución al progreso justifica
la atención y ayuda por parte del Estado.
Los principios que sostiene el
movimiento cooperativista son los siguientes: estructura democrática (un
hombre, un voto); principio de puerta abierta; interés limitado al capital (subordinación
al trabajo); distribución de los resultados en función de las aportaciones
personales; neutralidad política y religiosa.
Representan en la economía de un
país una fuerza sana y activa no sólo por el número, sino, sobre todo, en
virtud de los principios que las inspiran. La producción y la distribución de
los bienes materiales no deben ser nunca un obstáculo al progreso moral de la
persona humana, ni deben coartar su libertad, ni dañar sus imprescriptibles
derechos. Las asociaciones cooperativas, que se proponen ayudar a los
particulares a obtener de su trabajo un mejor rendimiento, a evitar gastos
inútiles, a protegerlos contra los infortunios y las dificultades imprevistas,
necesitan, para vivir y desarrollarse, del impulso y de la entrega de los
propios interesados. Son muy útiles, en concreto, en el trabajo rural.